lunes, 9 de febrero de 2009

Había una vez…


De chica mis padres me leían siempre antes de dormir. Por suerte, su repertorio iba mucho más allá de los cuentos de hadas. Hasta ahora recuerdo a mi padre leyéndome “La Ilíada y la Odisea” (en versión infantil obviamente) y los 10 libros de mitología griega para niños que contenían los cuentos más fantásticos que pude haber escuchado. Gracias a estas importantes lecturas no solo dejaba boquiabiertas a las profes de la primaria con mis historias de Ulises o de Ícaro, sino que adquirí un inmenso amor por la literatura que se mantiene intacto hasta hoy en día. Ellos plantaron en mí una semillita que hoy me lleva a escribir esta columna y seguir devorando libros como un gusanito de biblioteca. Consciente de la importancia que tuvo la lectura en mi infancia, sigo con la tradición familiar, leyendo siempre un cuento a mis hijas antes de dormir.

Antes de que tuvieran noción de lo que era un libro (o ni siquiera una banana para serles honesta), les empecé a mostrar libros ilustrados, apuntando a los objetos y diciéndoles: “mirá el tutú, o mirá el guau guau” imitando lo sonidos que cada uno hacía. Con el tiempo mis lecturas se han vuelto un poco más elaboradas. En este momento estoy devorando “Las Crónicas de Narnia” junto a Paulina y Fernanda, libro que resulta tan entretenido para ellas como para mí.

Julieta, que acaba de cumplir 7 meses, todavía no entiende las historias, pero ya está muy familiarizada con los libros. Los lleva a la boca, los abre, los observa…. Y para el horror de sus hermanas, los deshoja sin piedad.

Creo que el cuento no tiene que ser grandilocuente, ni tan rebuscadas como eran las lecturas de mis padres. Todas las lecturas ayudan a crear el hábito. Porque la lectura, es ante todo un hábito SA-NÍ-SI-MO! Hay que elegir de acuerdo a las edades; y por supuesto, de acuerdo a los intereses.

Paulina por ejemplo ama los dinosaurios y desde chiquita me esmeré en leerle libros sobre ellos. Ahora, que tiene 7 y medio me corrige con los nombres (se sabe nombres que a mí me cuesta hasta pronunciar!). Fernanda es más romántica. A ella le encantan los libros de princesas y de hadas. Entonces cada noche pasamos del tenebroso mundo jurásico, al rosado mundo de las princesas. Quien sabe con que me saldrá Julieta cuando empiece a seleccionar sus lecturas favoritas. Tal vez tenga que incorporar cuentos espaciales o lo que se le ocurra a su pequeña cabecita.

Me enorgullece decir que en Paulina y Fernanda ya estoy empezando a cosechar mis primeras siembras. Ambas son muy despiertas y les va re bien en el cole. Con las lecturas creo que pude estimular su interés en aprender, en conocer cada día más y en dar rienda suelta a su fantasía.

Pero al leerles, creo también algo mágico. La hora del cuento es un momento de paz absoluta; que en mi alborotado hábitat es un milagro! Las siento tan cerca de mí, tan pendientes de mis palabras, tan listas para soñar, que no les puedo explicar la satisfacción que siento. Las miro y hasta puedo ver como sus cabecitas se van llenando de imágenes fabulosas y como su imaginación va floreciendo en una flor única y preciosa. Como dice esa conocida y hartamente parodiada publicidad:

- 1 libro infantil 50 mil Gs. (o menos)
- Hacer soñar a tus hijas….NO TIENE PRECIO!

Los niños frente a la tele

Lo que más me gusta del verano es no verles a mis hijas frente a la tele. Que maravilla es verlas en la pileta todo el día, corriendo por el patio y jugando al aire libre. Cuando nosotros éramos chicos no teníamos la posibilidad de ver tele todo el día. Yo al menos tenía prohibidísimo ver novelas y solo podía ver los dibujitos de la mañana y los de la tarde y por supuesto el infaltable Chavo del 8. Pero el resto del día no había nada para nosotros en la tele, y esto nos obligaba a jugar, a correr, a divertirnos en el patio.

Ahora con las señales de cable que transmiten dibujitos las 24 horas es prácticamente imposible limitar la cantidad de tiempo que pasan frente a la tele. Por supuesto que también somos cómodas, ya que no hay nada más práctico para despachar a los hijos que sentarlos a ver tele. Se quedan quietitos (idiotizados), se acaban los ruidos, el griterío y el desorden. Reina la paz y nosotras nos podemos pegar esa siestita reparadora taaan necesaria.

Yo intento controlar lo que miran mis hijas. Les prohíbo ver dibujitos violentos (hay tantos!) y las telenovelas de cualquier tipo. Les aliento a ver documentales y programas educativos. Pero no siempre logro mi cometido. Por ejemplo, no pude luchar contra la fiebre de Patito Feo, que para mí es más novela que programa para niños. Paulina que ya va al cole por supuesto que está obsesionada con ver el programa que ven todas sus compañeritas. Por más de que no lo ve en casa, se sabe todas las canciones. Estoy segura que lo ve en la casa de sus amiguitas y por supuesto que también se las habrá ingeniado más de una vez para verlo a escondidas. ¡Las niñas de hoy no son nada tontas!

Pero por más de que controlo lo que miran, no puedo controlar los comerciales. Esto siqué me altera! En primer lugar están las propagandas incesantes que los enseñan a consumir desde chiquitos. Es increíble como al terminar cada pausa comercial empiezan a decir: “mami quiero este juguete que sale en la tele” Fernanda que es chiquita hasta se sabe los jingles y los canta todo el día! Me da tanta rabia ya que se que detrás de eso hay mentes brillantes que lo tienen todo fríamente calculado y que se han puesto como propósito invadir las mentes de nuestros hijos y volverlos en mini consumistas.

En segundo lugar están las publicidades XXX en los canales de aire que pasan a cualquier hora sin importar que sea horario de protección al menor. Me molestan especialmente las de hotline, que si bien no están en los canales infantiles, pasan en todos los otros canales sin importar el horario.

Otra cosa que me altera (aunque capaz que sea un poco exagerada con esto) es el machismo reinante en las publicidades. ¿Ustedes nunca se pusieron a pensar, porqué en el medio de tanta publicidad de juguetes hay tantas publicidades de detergentes, desodorantes y shampoos para mujeres? Nunca una publicidad de una crema de afeitar, o de desodorantes para hombres.

Pero lo que me parece especialmente indignante (y no se porqué no hay más protestas con respecto a esto) es el contenido de los noticieros. Que necesidad hay de filmar a los accidentados, a las personas mutiladas y especialmente a los cadáveres. En más de una ocasión se me ha quedado el desayuno a media garganta viendo el noticiero. Yo no quiero ver cadáveres y accidentados mientras desayuno y menos aún quiero que lo vean mis hijos. Pero esto parece que los canales de TV no lo tienen en cuenta. ¿No les parece que el supuesto “horario de protección al menor” también deberían limitar las imágenes violentas y desagradables que se emiten en horas en las que los niños suelen estar frente a la TV?

Ojalá esta revista caiga en manos de alguien que pueda hacer algo al respecto. Alguien que verdaderamente se preocupe por los niños y tenga la autoridad y el buen tino como para al menos librar nuestras mañanas de esas escenas espantosas y sensacionalistas que ya nos hemos acostumbrado a ver.

Las nenas contra los nenes

Verdaderamente los tiempos están cambiando y me alegro. En mi época las nenas jugábamos a las muñecas y a la cocina y los nenes al futbol y a las batallas espaciales (espero no delatar mi edad con esto; pero por esos años ardía “La Guerra de las Galaxias”). El color favorito de las nenas era por excelencia el rosado, mientras que los nenes respondían unánimemente: “azul”. A la hora de armar equipos lo primero que se escuchaba era alguna vocecita femenina o masculina que gritaba a todo pulmón: “¡las nenas contra los nenes!” seguido por una sucesión de gritos eufóricos sin rastro de disenso.

Ahora las cosas son como deberían haber sido siempre. Para empezar hablemos del futbol. En nuestra época era deporte exclusivo de los “nenes”. Eventualmente solo lo jugaba la más marimacha del grupo, aquella amiguita que tenía 7 hermanos y jugaba con sus cuates futbol en la placita del barrio. Ahora todas las nenas lo juegan en el cole, forman equipos y participan en torneos. Incluso hay ya chicas (las más grandes de la camada de niñas introducidas al futbol, que ya lo hacen profesionalmente).

Las nuevas generaciones de nenas y nenes son también más abiertos en lo que respecta a sus elecciones lúdicas. Las niñitas modernas juegan a los autitos y a las batallas intergalácticas con espadas laser con total tranquilidad. En nuestra época estos actos hubieran llevado a nuestras madres a emitir un comentario resignado en voz baja: “mi hija es tan machona”, como si tuviera que excusar su conducta “anormal” ante el resto del mundo. Por su parte, los niños juegan con la misma tranquilidad a la cocina y les dicen a sus mamis que cuando sean grandes quieren ser chef.

Mi hija Fernanda odia el rosado con la misma intensidad con que yo lo amaba a su edad y Paulina se ha opuesto desde chiquita a usar faldas porque le dificultan mucho a la hora de jugar “sin que se le vea la bombacha”, cosa que considero totalmente válida. Por más de que muero de ganas de vestirla como una muñequita respeto su decisión.

Estos pequeños actos de rebeldía significan un rompimiento gigante con los estereotipos de género que siempre han plagado a nuestros más pequeños. Son pequeñas luces de esperanza para las generaciones futuras. Significan que nosotras, las madres, también hemos cambiado, pues damos más libertad a la expresión de nuestros hijos, respetamos su individualidad y sus decisiones y no les forzamos a seguir ningún camino prefijado.

Muero de ganas de ver el resultado de esta nueva generación de niños. Tengo la esperanza de que mis hijas se conviertan en mujeres fuertes, seguras e independientes, que sus amiguitos de ahora sean en el futuro compañeros más tolerantes y respetuosos, que las comprendan y las acompañen y que no les hagan de menos por ser mujer. Espero que estos nenes que aceptan jugar con las nenas de igual a igual, y estas nenas que se sienten iguales a los nenes, algún día formen una sociedad más igualitaria, en la que todos puedan alcanzar sus sueños sin restricciones absurdas.

Navidad de flor de coco

Que cosa fantástica es el olor a flor de coco. Es el sinónimo exacto de la Navidad paraguaya. Ni bien la olemos recordamos las navidades de nuestra infancia y nos entra una especie de fulgor navideño autóctono. Empezamos con los preparativos: armamos el pesebre, el arbolito, decoramos la casa…. Ahh y no nos olvidemos de las lucecitas. En Navidad Asunción se vuelve una especie de mini Las Vegas con todas las casas iluminadas. A las nenas les gusta tanto salir de paseo en auto y ver toda la ciudad llena de luces.

Este año como siempre armamos el pesebre al empezar el mes. Es todo un acontecimiento para mis hijas. Ahora por suerte Paulina y Fernanda están más grandes, y Julieta no camina todavía. Este año me salvo de encontrarlas dentro del pesebre, o que me desaparezcan las ovejas. Nunca me voy a olvidar la vez que encontré a Paulina sentada oronda en el medio mismo del pesebre, jugando con todo como si fuese un arenero. En un descuido arruinó toda una tarde de trabajo.

El año pasado Fernanda medio que se poseyó con el pesebre. Nunca terminaba de incorporar cosas. Llegó al punto que al lado del niño Jesús estaba Barny, y los mini pony formaban parte del rebaño de los pastores. Por supuesto que le dejaba meter todo lo que quería. Me daba tanta gracia encontrar cada día una nueva sorpresa.

El arbolito también siempre termina intervenido. Yo me esmero tanto en hacerlo re coqueto, pero de alguna forma siempre se las ingenian para incorporar sus pelotas, sus muñecas y cuanta cosa que brilla encuentran. Cuando Paulina tenía 3 años me desapareció un collar que me acababa de comprar. Lo busqué por toda la casa y cuando ya me había dado por vencida lo encontré en el arbolito puesto como decoración!

Espero que este año no se les ocurra a mis cuñadas hacer otra vez el pesebre viviente. El año pasado casi nos volvimos locas. Trabajamos tanto en los disfraces. Y al llegar el gran día, terminaron todos los varoncitos llorando porque tenían vestido. Como le explicás a un niño de 4 años que Jesús usaba eso, si para ellos la túnica no es más que una pollera! Al final lo hicieron con sus ropitas, y los trajes quedaron para el archivo.

Paulina y Fernanda no terminan nunca de hacer su lista de Navidad. Cada día se acuerdan de algo. Creen que Papá Noel es una especie de Rockefeller y Mago al mismo tiempo. Fernanda que es la más creativa tiene cada pedido!! El año pasado me pidió desde una jirafa de verdad para el jardín hasta un dinosaurio robot volador. Una vez se desesperó porque cuando finalmente le “enviamos” su interminable pedido a Papá Noel, decidió que quería otra cosa. Para consolarla le dije que no importaba porque si decía fuerte lo que quería Papá Noel la iba a escuchar. Me pasé todo el resto del mes escuchándola gritarle a todo pulmón a Papá Noel sus pedidos: “¡Papá Noeeel, soy Fernanda, de Paraguay, quiero que me traigas un submarino de verdad para que yo pueda pasearme en la pileta!”

¡Ya no veo la hora de que llegue la Noche Buena! Nos reunimos toda la familia. Mientras los grandes nos pegamos la comilona ellas no paran de jugar con los primitos. Pero lo que más anhelan es que llegue la media noche para que aparezca Papá Noel (mi marido disfrazado y con lentes de sol para que no lo reconozcan) cargando todos los regalos. Ver sus caritas llenas de emoción al ver materializarse a ese ser fantástico con el cual han soñado todo el mes, es el momento más mágico de la noche.

Nunca digas de esta agua no he de beber….

Cuando era niña, cada vez que mi mamá cometía una irracionalidad (que hoy en día entiendo como 100% fruto del amor y la preocupación maternal) juraba que yo NUNCA la haría a mis hijos. Los años y la experiencia han hecho que todos mis juramentos hayan sido en vano pues una y otra vez termino replicando todos aquellos actos que en mi infancia me exasperaron.

Como buena niña ofendida, juré a todos los Santos que jamás reciclaría un regalo, pero en mi escrito del mes anterior ya les he confesado que con los años me he convertido en toda una experta. Juré que no obligaría a mi hija a tomar clases de ballet, que no les escondería las golosinas al volver de los cumpleaños, que no clasificaría sus amistades en “buenas” y “malas” influencias, que no le haría practicar la tabla de multiplicación durante todas las vacaciones (hasta ahora recuerdo este trauma), que no le obligaría a comer las verduras que no le gustaban (ni mucho menos disfrazaría a una milanesa de mondongo diciendo que era de pollo), etc. etc.

Todas nosotras hemos emulado a nuestras madres voluntaria o involuntariamente en más de una ocasión. Seguramente después se habrán puesto a meditar sus actos y habrán movido en silencio sus cabezas como lo hago yo cada vez que me sorprende lo igualita a mi madre que soy (igualita en todo lo racional así como en todo lo irracional). Porque a veces las madres estamos un poquito locas…. Y esta locura está totalmente justificada en lo mucho que amamos y nos preocupamos por nuestros hijos. Cuando nos metemos algo en la cabeza, no hay nada ni nadie que pueda convencernos de lo contrario.

En una reunión reciente con mis amigas, nos encontramos hablando de este tema y nos matamos de risa de todas nuestras locuras maternales. La confesión más graciosa fue la de Virginia, una de mis amigas más queridas, que coincidentemente es una de esas madrazas que viene de una escuela muy larga de madrazas. Virginia nos contó que tras todo el ajetreo de la Primera Comunión de su hijo mayor, cuando ya terminada la fiesta, se acostó rendida por lo mucho que había trabajado. De repente un pensamiento empezó a rondar su cabeza, preocupándola al punto de no dejarla dormir. Recordó como su madre tenía en el living las fotos de cada uno de sus hijos en su Primera Comunión, con la familia entera frente al altar de la iglesia. Tras repasar mentalmente las 1500 fotos que se habían sacado, cayó en cuenta con espanto de que no se habían sacado ninguna foto familiar frente al altar! Esa misma noche a pesar del agotamiento se levantó y puso a lavar la ropita blanca de su hijo (que tras la fiesta se podrán imaginar que del blanco quedaba solo un vago recuerdo), lavó el vestidito de su hija, la camisa del marido, su propio vestido, los secó y los planchó. A la madrugada se vino una tormenta. Esto no la hizo desistir de sus planes. Se levantó a las 6, llamó al fotógrafo contándole del infortunio y logró convencerlo de encontrarse con ella en la iglesia, se arregló y vistió a todos impecablemente, arreó a toda su familia y a las 8 en punto, a pesar del raudal y de las protestas colectivas, se sacaron esa foto que no podía faltar, la de la familia reunida frente al altar.

Por supuesto que todas nos reímos de su pequeño acto de “locura maternal” y nos sorprendimos ante su determinación de lograr una foto que para muchos era substituible. Personalmente me asombré ante su determinación y la proeza que había logrado (sobre todo la del convencer al marido). Si bien esto es para muchos solo otro acto irracionalidad maternal (uno de esos momentos que los hijos recordamos entre risas) como siempre está totalmente justificado en sus motivaciones, que fueron las más nobles: que su hijo tenga esa misma foto que ella atesora, la más significativa, la de la familia celebrando frente a Dios un momento importantísimo para todos. Ella no quería que por un simple olvido, su hijo no tuviese la misma foto que ella conserva con sus padres y que su madre también conserva con los suyos. Esto no es locura…. es puro amor!

Las madres tenemos derecho a tener nuestros pequeños momentos de irracionalidad. Y nadie puede criticarnos. Detrás de cada una de nuestras “locuras” se encuentra latente un motivo superior, un motivo que solo el corazón de una madre puede entender. Como me decía mi madre cuando protestaba: “nunca digas de esta agua no he de beber.”

A caballo regalado….


Al fin tengo un momento de paz para escribirles. Hoy fue un día caótico pues festejé el cumple de Fernanda en casa y trabajé como negra. Mis preparativos empezaron hace 15 días ya que con 3 hijos una tiene que organizarse. Lo primero que hice fue preguntarle de qué quería su cumple. Se le dio otra vez por el bicho feo de Barney (pensé que a estas alturas ya lo habría superado). ¡El pobre es tan amoroso pero tan anti estético como solo un dinosaurio lila y verde puede ser! ¡Te mata cualquier decoración!

Luego pasé horas al teléfono pidiendo presupuestos de tortas, comida, shows y globo loco. Fui al mercado a comprar golosinas y sorpresitas y al centro a buscar todos los elementos del cotillón. Una semana antes empecé a cargar las bolsitas de sorpresita y preparar los centros de mesa con mi hermana (¡ella es tan guapa para estas cosas!)

El día del cumple corrí contra el reloj para inflar los globos, decorar el patio, colocar los dulces, cargar la piñata. Aún así todavía encontré tiempo para plaguearme porque la torta no llegaba, apurarle a mi marido, vestir a las nenas y hacer todo lo posible por estar al menos mínimamente presentable antes de que lleguen los invitados.

Tras las 4 horas en la que sus amiguitos estuvieron saltando como demonios de Tasmania por todo el patio vino la peor parte. La tarea que parece imposible de limpiar aquella zona de desastre de papel picado, chicles pegados al piso, envoltorios de caramelos y cadáveres de globos desparramados por todo el patio.

Después de hacerle dormir a Fernanda me quedé mucho tiempo mirándola. ¡Está tan grande! ¡No puedo creer que ya cumplió 5! Verdaderamente es cierto eso que dicen de que el tiempo vuela. Aunque tras abrir todos los regalos debo admitir que no estoy de acuerdo con ese otro dicho que pregona: “a caballo regalado no se le miran los dientes.”

Una mamá medio despistada me regaló el mismo regalo que yo le regalé hace un mes a su hijo. No puedo criticarle tanto, ya que yo misma me he convertido en una experta del reciclaje. Aunque debo admitir que lo hago con pena, porque de chica odiaba cuando descubría en algún lugar de la casa los juguetes retenidos por mi madre, destinados a desaparecer en el próximo cumpleaños. Esta noche, después de arreglar todo el bochinche y hacerle dormir a las gordas me dispuse a seguir con la “tradición familiar”.

Lo primero que aparte para el baúl de los juguetes a reciclar fueron los repetidos. Luego confisqué un órgano musical. Ya me lo imaginaba el próximo domingo a las 6 de la mañana emitiendo alguna patética tonadita china destinada a generarme la jaqueca del siglo. Igual suerte tuvieron todos los artefactos que no pasaron la prueba de sonido. Ya suficiente barullo hacen mis hijas como para agregarles un complemento más.

Luego pasaron a retiro todos los juguetes con más de 2 pilas. No sé porqué todavía no inventaron juguetes a energía solar (así como las calculadoras). Los juguetes a pila son tan odiosos. En primer lugar, los niños no saben apagarlos y generalmente para la siguiente vez que los usan las pilas ya están gastadas. A parte de constituir también un presupuesto y de ser muy peligrosas tienen el agravante de que los niños siempre reclaman que le pongamos pilas a sus juguetea (generalmente cuando uno está ocupado o durmiendo). Ya me veo roncando con gusto por la mañana hasta que una manito me sacude para que me despierte, mientras extiende un patético aparejo llenos de luces de colores sin función alguna y me repite una y otra vez: “’¿Mami le podés poner pila?” Por supuesto que lo va a repetirlo insistentemente (porque no hay nada más insistente que un niño que quiere pilas) hasta que me levante y vaya a buscar las benditas pilas. De más está decir que todas las que encuentre en casa estarán gastadas o en uso en aparatos más necesarios que el bicho de colores y tendré que prometerle que se las voy a comprar la próxima vez que vaya al súper.

Una cantidad de peluches también ingresarán al baúl. Ya no se donde ponerlos. En mi época no teníamos tantos… ahora son lo más cercano a una plaga. No existe animal real o imaginario que no haya sido reproducido en formato peluche, para el deleite de los niños y la sobrecarga de sus habitaciones.

Estoy segura que todas las madres nos vemos obligadas a confiscar ciertos regalos. No solo porque tenemos que hacer economía, o no nos gustan, sino porque sencillamente nuestros hijos tienen demasiados juguetes! Por más de que lo neguemos en público, sabemos que reciclar regalos es una forma de ponerle límites a nuestros hijos y que esto les hace mucho bien. Limitar la cantidad de regalos que reciben en esta era del consumismo les hará valorar los regalos que reciben y cuidarlos más.

Niños a bordo

Estoy agotada. Anoche Julieta se desveló. Todavía no se que le pasó a la pobrecita. Lo único que sé es que me duermo sentada. Daría cualquier cosa por quedarme en casa a dormir aunque sea una hora más por la mañana. Pero mis días empiezan a las 7:00, hora en la que me tengo que despertar para prepararles a las nenas para el cole. Luego, después de apurarlas, vestirlas y darles el desayuno nos subimos volando las cuatro al auto, Julieta aún dormida en el baby seat.

El auto se ha transformado en mucho más que un medio de transporte para mí. Es una especie de segunda casa, una desordenada oficina con ruedas de la que parece que nunca me bajo.

A la mañana todo es caos, tráfico, bocinazos y apuro por no llegar tarde. Paulina y Fernanda entran a las 8 al cole, pero para serles franca, nunca llegamos a tiempo (sobretodo desde que llegó Julieta). A las 8:15 las deposito en el cole. Luego otra vez aprieto el acelerador y me uno a la masa de conductores apresurados por llegar a alguna parte. Controlo mi agenda en el semáforo:
- Súper: falta leche y pañales
- 9:30 pediatra Julieta
- Retirar el edredón de la tintorería
- Llevar al perro a la veterinaria (ndee, me olvidé del perro, lo tenía que dejar antes de ir al súper!)
- 11:30 buscar a Fernanda (Paulina sale a las 3)

La lista no para hasta las 7 de la tarde. En cada parada armo y desarmo el cochecito. Según el día varía el destino: clases de ballet, gimnasia artística, tennis, dentista, farmacia, comprar regalos para los cumpleaños, etc. etc. Por supuesto las actividades de las nenas han ido supliendo a las mías. Me pregunto como haría si tuviera que hacer horario de oficina. Gracias a Dios trabajo en casa, traduciendo textos en los pocos momentos libres que me quedan.

Paso mucho tiempo en el auto yendo de un lugar a otro mientras peleo con las nenas para que no derramen el jugo sobre el asiento. Ser madre no solo ha monopolizado mi vida, mis horarios, mi auto (siempre lleno de migas, manchas, juguetes y artilugios infantiles), también ha monopolizado la música que escucho, pues he pasado de U2 a Barney, de Billie Holliday a Patito Feo. Cuando finalmente llego a casa, suspiro y me digo a mí misma: “¡Estudiaste 6 años de Lenguas para recibirte de Chofer!”.

Por supuesto que mi día parece no acabar nunca. En mi agenda siempre queda algo pendiente que pasa para el día siguiente. Estoy segura que todas ustedes me entienden. Su agenda no ha de ser muy distinta a la mía. Intentando encontrar siempre un huequito libre para nuestras cosas y llegando siempre tarde a todas partes. Me imagino que también tendrán días en los que a pesar de las mil cosas que hicieron, sienten como si no hubieran hecho nada significativo, como si el día se les escapó sin darse cuenta. Estarán cansadas, sin dormir, ojerosas, postergando siempre para mañana aquella clase de gimnasia que tanto necesitan pero a la que nunca llegan. Escondiendo sus manos para que la amiga a la que encontraron en el súper no vea el esmalte añejo y picado de la manicura que se hicieron hace ya más de 2 semanas.

Hoy en día las madres andamos motorizadas, de aquí para allá, llevando, buscando, trayendo y perdiéndonos mientras intentamos compaginar el trabajo con los hijos y con la casa. Empezamos cada mañana una carrera contra el tiempo, un ir y venir que parece no llevarnos a ningún lado. Pero en el fondo, se que ustedes también saben lo que yo se.

Si bien nuestros hijos ni se dan cuenta de todos nuestros pequeños sacrificios diarios ni de nuestra frustración agazapada detrás de un volante, ellos se sienten acompañados y seguros. Para ellos es importante tener a alguien que les cuida, que les acompañe en su día a día. Ellos se sienten felices de tener una madre que les protege, que les ayuda, que antepone sus necesidades a las propias. La verdad es que a pesar de lo rutinario que resulta estar tanto tiempo detrás del volante, lo hago con gusto por mis hijas. Ni siquiera me molesta escuchar veinte veces de seguido la canción de Manuelita con tal de escuchar sus vocecitas cantando detrás de mí.

La Infancia es una Fiesta


Los niños llenan nuestros días de sonrisas, de alegría y de bullicio. Ellos siempre están de fiesta. A veces me pregunto como hacen para estar siempre tan alegres y emocionarse con las cosas cotidianas que nosotros los adultos damos por hecho.

En estos días invernales la lluvia se presenta como una maravilla para Paulina y Fernanda. Ni bien empiezan a caer las primeras gotas, ambas empiezan a correr animadísimas. “¡Mami, mami, está lloviendo!”, gritan a dúo como si me estuvieran anunciando que acaban de encontrar un duende en el patio.

Enseguida empiezan a revolverlo todo y salen corriendo al patio equipadas con sus botas de goma lila y sus paraguas rosados (que son para ellas sus mejores galas). Fernanda se queda paradita sintiendo el ruido de las gotas al tocar su paraguas y su carita se impregna de dicha absoluta. Paulina que es más patotera, empieza a saltar los charcos salpicando agua para todos lados. Siguen los correteos, los alegres gritos y la infaltable cancioncita que entonan en coro: “¡que llueva, que llueva, la bruja está en la cueva…!”

Mi instinto maternal enseguida enciende todas las señales de alarma. Empiezo a preocuparme por el viento y por el hecho de que van a terminar empapadas. Imágenes mentales de gripe y tos empiezan a alterarme. Pero al verlas disfrutar tanto de algo tan simple reprimo todos mis miedos y me contengo. Me digo a mí misma: “dejalas que jueguen, que se mojen, que griten y canten; que sean dos niñas felices bajo la lluvia.”

Que poco necesitan los niños para ser felices. Como me gustaría no haber crecido tanto. No haberme vuelto tan apática ante la lluvia. No haber dejado de asombrarme ingenuamente ante la luna y las estrellas. No haber dejado de buscar formas en las nubes. Verlas jugar así, tan sanas y extasiadas ante algo tan dado por hecho como la lluvia me conmociona. Recuerdo cuando yo no era mucho mayor que ellas y saltaba bajo la lluvia con su misma felicidad.

Pienso en el otro día, en el que fui a conocer el nuevo terreno de unos amigos. Llevé a las nenas conmigo de paseo. Ni bien llegamos al lugar ambas empezaron a correr emocionadísimas. Me dejaron atrás, torpemente, mientras recorría el lugar escuchando los planes de la nueva casa que mis amigos estaban proyectando. A ellas no les interesaba la casa, solo les interesaba ese enorme espacio verde que se presentaba como un parque infinito para sus juegos. Cuando salimos de allí Paulina me dijo con un tono que contenía una mezcla exacta de cansancio y realización: “¡Mami exploramos muchísimo esta selva!”. Paulina me mostró sus manitos sucias cargadas de pequeñas piedras mientras agregaba con excitación: “¡y encontramos este tesoro!”

Para los niños todo es precioso, la lluvia, las piedras, la tierra, los días soleados, el viento. Se asombran y gozan la vida con una alegría tan inocente y pura que emociona. La próxima vez que llueva, voy a tratar de correr con ellas bajo la lluvia, para ver si me contagian algo de esa inocencia que los adultos sentimos tan lejana. Quiero volver a vivir la vida como si cada día fuera una fiesta. ¿No sería maravilloso, ser niños de vuelta, al menos solo una tarde bajo la lluvia?