miércoles, 21 de abril de 2010

La Plaza de mi Barrio

De niña recuerdo como me divertía jugando en la plaza con mi hermano. Ir a la plaza por la tarde era una institución. Era el punto de encuentro obligado para encontrarnos con todos nuestros amiguitos del barrio. No era la plaza más linda del mundo, pero tenía un parquecito pequeño y una canchita de futbol, que ya eran más que suficientes para entretenernos por horas. Estaba cubierta de frondosos árboles, cuyas ramas observaba mientras me hamacaba con ansias de tocar el cielo. Siempre encontrábamos ramas y vainas de chivato con las cuales jugar a los espadachines y nunca faltaban los partidos de fútbol y los juegos de polibandi. Si por algún motivo faltaba algún miembro de nuestra pandilla, nos íbamos todos en bici a buscarlo para desafiarlo a un partido o una divertida expedición para explorar el barrio. A veces salíamos de siesta y las calles desiertas eran nuestras.


En nuestras expediciones nos adueñábamos de plazas y baldíos par convertirlos en el escenario de nuestras aventuras. No teníamos juguetes caros, nos bastaba una sencilla pelota y nuestras bicis que era nuestra posesión más preciosa, el resto lo suplía nuestra imaginación. A veces lanzábamos cohetes al espacio, otras veces buscábamos tesoros preciosos y otras tantas nos convertíamos en temerarios piratas. Siempre había algún proyecto divertido y fantástico que emprender: construir una casa en un árbol, encontrar a los dueños del cachorrito que encontramos deambulando por las calles, o hacer un zoológico de sapos.


Por supuesto no escatimábamos a la hora de hacer travesuras. Trepábamos a los árboles más altos y nos entreteníamos atormentando a los vecinos jugando ring raje. En carnaval nos convertíamos en el terror del barrio cuando escondidos detrás de murallas y arbustos lanzábamos globitos de agua a cuanto ser o máquina se cruzara en nuestro camino. Cuando nos pasábamos de la raya teníamos que salir a pedir disculpas a nuestros vecinos. Si nos peleábamos no venían nuestros padres a solucionar el asunto, teníamos que resolverlo por nuestra cuenta y lo hacíamos. La máxima desgracia que nos podía pasar era una caída que significaba solo un raspón en las rodillas y unas cuantas lágrimas por el orgullo herido.


Lo increíble de todo esto es que jugábamos solos, con total libertad, sin tener que tener a ningún adulto cuidándonos. Nos bastaba con pedir permiso y respetar los límites que nos ponían nuestros padres. Por supuesto que había una edad para ello, a los más chiquitos por razones obvias no se les dejaba andar solos por ahí, pero no por miedo a que otros los raptaran, manosearan o asaltaran sino para que no se pierda o se lastime por su inexperiencia. A partir de los 7 u 8 años, los padres nos adjudicaban el juicio suficiente como para manejarnos por nuestra cuenta por el barrio. Siempre estaban las advertencias de no pasar el límite territorial que teníamos fijado, no hacer demasiado ruido en la siesta, prestar atención con los autos y no jugar a la pelota en la calle.


Todo esto se perdió. Nuestros hijos no saben lo que es salir solos a jugar a la plaza. Ahora es imposible ver a niños jugando sin un ejército de empleadas, niñeras, abuelas y hasta guardaespaldas cuidándolos. Los niños ya no juegan en las calles y muchas veces ni conocen a sus vecinitos del barrio. Nuestros hijos viven encerrados por la inseguridad de nuestras calles y el descuido de nuestras plazas.

¡Nuestros hijos vuelan!

¡Nuestros hijos vueeeelan! Como dicen en la campaña extendiendo la A como chicle: “son letrados”. Lo cómico de esta expresión es que la mayoría de las veces va dirigida a bebés que por supuesto están tan ajenos a las letras como a la trigonometría. Es una expresión que siempre me causó mucha gracia por este motivo. ¿A quién se le habrá ocurrido catalogar por primera vez a un infante como letrado, que según la Real Academia significa sabio, docto e instruido? ¿Qué habrá hecho ese bebé para merecer semejante título?


Pero todos sabemos que coloquialmente este adjetivo se utiliza para referirse a lo despierto, rápido y listo que es un niño. Lo cierto es que la mayoría lo son cada vez más. La diferencia entre como éramos nosotros de niños y como son nuestros hijos se nota y mucho. Nuestros niños no son los mismos de antes. Crecen más rápidos y actúan como “pequeños adultos”. Yo no recuerdo haber sido tan despierta, tan analítica ni rápida como lo son mis hijas. Estoy segura que a todas ustedes sus hijos les habrán dado respuestas o lanzado comentarios que les habrán dejado perplejos. Desde pequeños empiezan a cuestionar al mundo y lo hacen con una perspicacia que nos deja mudos.


Los avances tecnológicos y los cambios en las estructuras familiares los han obligado a adaptarse a situaciones y circunstancias absolutamente distintas a las que nos tocaron vivir a nosotros. Para mí es muy sencilla la cuestión: se llama evolución y adaptación. Vivimos en tiempos diferentes, sumergidos en tecnologías que nosotros mismos no hubiéramos ni siquiera imaginado pudieran existir. Más vale que sean distintos, para ellos, nuestros sueños y fantasías son su realidad.


De chicos soñábamos con tener teléfonos con pantallas donde ver los rostros de nuestros interlocutores (como lo hacían los Thunderbirds). Pero en el fondo lo veíamos como algo imposible. Sin embargo hoy es algo tan común que hasta los timbres tienen pantallas! Este tipo de cosas que hoy damos por hecho, en nuestra época solo podía ser factible en la fantasía de un niño. Nuestros hijos saben que todo es posible. Nacieron en un mundo en constante y veloz cambiamiento donde toda la información que hemos acumulado se encuentra a su alcance.


Por supuesto, muchos padres, asombrados por la precocidad e inteligencia de sus hijos, están convencidos que sus hijos son superdotados, índigos o niños cristal, a quienes se les atribuyen hasta la precognición. Como nuestros niños del siglo XXI son como esponjas súper absorbentes y vivimos en un mundo que exige cada vez más de nosotros, muchos padres se preocupan por asegurar el aprendizaje precoz y veloz de sus hijos. Así hay niños de 4 o 5 años, que están adelantados 1 año, que escriben y leen, suman y restan, recitan a Lope de Vega.... nambreeena un poco más y ya saben programar su computadora. Este es un fenómeno de nuestros tiempos, nuestros niños están siendo apurados por el mundo que los rodea y por supuesto también por sus padres, habituados a la híper competitiva vida cotidiana.


Nuestros hijos son inteligentes, son más precoces y despiertos…. Pero no todos son genios como queremos creer, y eso de los niños índigo y cristal me parece ya demasiado traído de los pelos. Para mí se trata de un cuento chino que se creyeron unas cuantas madres sorprendidas por la excesiva vitalidad, creatividad e intuición de sus hijos. Evidentemente en un mundo donde hay que sobresalir en todos los ámbitos, no es de extrañar que los padres queramos que nuestros hijos sean superdotados, genios o absolutamente especiales como los índigo y preciosos para el mundo como los niños cristal.


Todo esto me hace recordar a una conversación que tuve con mi amiga Silvia que estudió Pedagogía y Educación Parvularia en el extranjero. Uno de sus profesores le dijo: “Si querés que tu guardería tenga mucho éxito, tenés que poner un cartel enorme que diga: GUARDERÍA PARA NIÑOS SUPERDOTADOS. No vas a dar abasto ya que todos los padres de hoy en día creen que sus hijos son superdotados.”

martes, 20 de abril de 2010

MALA MADRE

Mi abuelita siempre decía que no hay nada más difícil que darle de comer a quien no tiene hambre. Por supuesto lo decía en sentido metafórico, pero cuando se trata de nuestros hijos puede aplicarse perfectamente en el sentido literal. ¡Hacerles comer es una lucha! Cada vez que me siento a almorzar con mis hijas tengo la sensación de subir al ring.


Round 1: ¡Julieta, tomá toda la sopa! Empiezan los llantos y pataletas. Tras amenazar no llevarla al cumpleaños de su compañerita si no toma la sopa, suena la campanilla y gano el primer Round.


Round 2: ¡Paulina no juegues con tu comida! Me ignora y sigue desparramando la comida sin probar bocado. Tras amenazar dejarla sin postre, suena la campanilla y gano el segundo round.


Round 3: ¡Fernanda, pobre de vos que vuelvas a tirarle tu comida al perro! Disimuladamente vuelve a lanzar otra zanahoria. Tras decirle que a los perros la zanahoria les hace mal y que se le van a caer todos los pelos por comer lo que le tiró, suena la campanilla y gano el tercer round.


¡De más está decir que termino agotada! Hoy la lucha subió un poquito de tono. Julieta se negó a comer y me hizo un berrinche porque la comida tenía cebolla (por supuesto microscópicamente picadas para que no lo note). Tanto escándalo armó que la castigué prohibiéndole ver tele por el resto del día. Mirándome con una cara de rabia tremenda, como si yo fuera la encarnación de todos los males desde el Cucú Lelé hasta Cruella De Vil, me dijo: “¡MALA!” Por supuesto en el acto su castigo se extendió al resto de la semana. Me quedé indignada todo el día y a la noche me puse a pensar más sobre el asunto.


La verdad es que para nuestros hijos somos las malas de la película. A las madres nos toca insistir para que hagan sus tareas, que coman toda la comida y que se acuesten temprano, llevarlos al doctor para que se pongan las vacunas, regular que no vean demasiada tele y que no abusen de las golosinas, bañarles, darles los jarabes guácalas, enseñarles a comer todas las verduras, corregirlos cuando se portan mal o dicen cosas feas (como por ejemplo decirle “mala” a la madre) y un sinfín de otras cosas que ellos odian hacer. En el proceso de educarles, cuidarlos, protegerlos, corregirles y ponerles límites nos convertimos en “la mamá mala”.


A veces nosotras también nos sentimos malas madres. Nos sentimos cansadas, frustradas, subvaloradas y asfixiadas. Nos damos cuenta de lo difícil que es ser madre y de los enormes sacrificios que tenemos que hacer y a veces hasta extrañamos nuestra vida anterior. Añoramos tener tiempo para nosotras, no tener a nadie que dependa de nosotras, ser egoístas y pensar solo en nosotras mismas y vivir la vida sin las constantes interrupciones de nuestros hijos que a veces no nos dejan ni tomar una ducha en paz. Evidentemente nos sentimos en culpa por dar cabida a estos sentimientos y nos odiamos sintiéndonos verdaderamente malas.


Pero en el fondo sabemos que no somos malas, solo estamos cansadas, como probablemente lo estuvieron nuestras madres. La maternidad es en realidad un lecho de rosas, es hermosa pero llena de espinas.


La sociedad espera que seamos mujeres plenas y hermosas, profesionales exitosas, madres presentes y esposas atentas. A mi humilde entender, reunir todos estos requisitos ¡es más difícil que hacer gárgaras boca abajo!


No todas las mujeres encajamos dentro del molde de la madre perfecta. Pero la mayoría hacemos lo mejor que podemos para cumplir con todas nuestras funciones… incluso convertirnos en la mamá mala cuando necesitamos que coman toda la comida.


¡Felicidades a todas las mamás malas en su día! A todas las villanas domésticas, que inicialmente por las buenas y finalmente por las malas, se esmeran en criar a niños responsables, honestos y sanos. A todas las mamis que hacen el esfuerzo de ser MALAS con sus hijos para educarlos y ayudarles a convertirse en adultos BUENOS.

COLADAS

Cada año aprovecho el letargo del mes de enero para preparar mi nueva agenda para el año que empieza. Lo primero que hago es transcribir todos los cumpleaños ya que si no los anoto no los recuerdo. Cuando termino mi tarea observo las blancas páginas de mi impecable agenda y pienso en como poco a poco se irá llenando de anotaciones, tachaduras, papelitos sueltos, volantes y tarjetitas hasta que no quede nada de ordenado en ella. Seguramente terminará el año atiborrada, deshojada, y rodeada de una goma para que no se desintegre.


Las maltratadas agendas de las madres son la evidencia más tangible de las miles de cosas que tenemos que barajar cada día. En ellas anotamos no solo nuestras actividades, sino también las de nuestros hijos y esposos. Las hojas resultan insuficientes para anotar todas nuestras tareas diarias, así como resultan insuficientes las mismas horas del día para hacer todo lo que tenemos a nuestro cargo.


Yo tengo que anotar TODO en mi agenda. De otra manera me olvidaría hasta de llevar a las nenas al baile! Pero lo peor no son las omisiones, sino las anotaciones hechas en las páginas equivocadas. ¡No van a creer lo que me pasó hace un par de semanas por anotar algo a los apurones!


Cada vez que las nenas reciben una invitación a un cumple lo primero que hago es registrarla en mi agenda. El día anterior al cumple anoto: “COMPRAR REGALO PARA FULANITO”. Luego anoto en la fecha pertinente el horario y el lugar del cumple. Tomé esta costumbre ya que como las invitaciones siempre tienden a perderse antes de que pueda fijar la fecha en mi memoria, a veces se me caen de la agenda, otras terminan traspapeladas y la mayoría de las veces terminan convirtiéndose en objeto de juego de alguna de mis hijas.


Cuando recibí la invitación de Ale, el hijo menor de mi amiga Carolina, la anoté en mi agenda como acostumbro hacer. Caía un viernes. El jueves, fiel a mis tareas diarias, fui a comprar el regalito y el viernes preparé a las nenas con sus vestidos más lindos para ir al cumpleañitos. Como tenía cita con el médico le pedí a mi mamá que lleve a las nenas al local donde se iba a celebrar el primer cumpleaños de Alejandro y ella las dejó en la hora indicada y en el lugar indicado. Mi marido quedó en buscarlas al salir de la oficina a las 7 de la tarde. Las buscó y ellas vinieron felices con sus globos, golosinas y sorpresitas.


Todo transcurrió tranquilamente hasta el jueves de la semana siguiente cuando recibí una llamada de Carolina. Charlamos de mil cosas y antes de cortar Caro me recordó: “Llevale que a las nenas mañana al cumple de Ale.” Yo le contesté: “Como que llevales, si YA LAS LLEVÉ!” Ahí mismo me quedé helada…. ¡Le había llevado a mis hijas al cumple equivocado! ¡Mis princesitas se fueron de coladas a un cumple por mi culpa!


Por lo visto había anotado el cumple de Ale en el viernes equivocado. ¡Que vergueeenzaaaa! Carolina se estaba destornillando de risa pero a mí no me resultaba nada gracioso. En mi mente imaginaba la cara con la que le habrá mirado la madre al no reconocer a sus invitadas y luego recordé el regalo que habían llevado con la tarjetita INMENSA sus nombres…. Osea que no solo se colaron a un cumpleaños al cual no habían sido invitadas, sino que dejaron una EVIDENCIA de su paso con nombre y apellido!


Por supuesto que yo estaba muerta de vergüenza, y como no tenía idea del cumple de quien era, ni siquiera podía llamar a disculparme y explicar lo que había sucedido. Las únicas que terminaron chochas fueron las nenas que tuvieron un cumple extra de yapa!

Mami estoy aburrida….

La frase que mas detesto oír de boca de mis hijas no es ninguna grosería ni chabacanería. Es una frase totalmente aceptable y de uso común y que muchas veces está absolutamente justificada, pero me saca de quicio cuando la pronuncia un niño. Se trata de la simple frase: “estoy aburrida”.


Un niño tiene derecho a muchísimas cosas según la Declaración Universal de los Derechos del Niño, pero bajo ningún supuesto tiene derecho al aburrimiento. El aburrimiento es un antónimo de la infancia, es totalmente incongruente e incompatible con un niño. Los niños no solo no tienen derecho a aburrirse, tienen la obligación de NO hacerlo y deberían estar penados con castigo si fallan en su intento.


No se porqué, pero hacia el final de las vacaciones esta generación de niños tan adictos a la tecnología tiende a repetir esta frase cada dos minutos. Mis hijas a esta altura del verano parece que se ponen de acuerdo para tomar turnos en decirme: “Mami, estoy aburrida”. Cada vez que escucho estas palabras provenientes de sus boquitas me entra una especie de furia interna.


Estoy segura que mis hijas no son las únicas que se “aburren”, creo que se trata de una cuestión generacional. Los chicos del siglo XXI, que crecieron con internet, juegos electrónicos y Cartoon Network, ya no tienen la necesidad de tener que inventar sus propios juegos y han perdido también la capacidad de asombro que teníamos nosotros.


En realidad el aburrimiento no tenía cabida en nuestra infancia. Como solo teníamos 2 canales de televisión y los dibujitos no duraban 24 horas, teníamos que ingeniarnos para matar el resto del tiempo. Jugábamos al aire libre los clásicos juegos infantiles, los cuales alternábamos con invenciones propias. Del clásico tuka’é pasábamos a una aventuras intergalácticas en una astronave improvisada con sillas, palanganas y cartones.


Le sacábamos el jugo a cada día y era imposible que nuestros padres nos encontraran quietos o sentados y mucho menos aburridos. Bueno, en realidad el único momento en el cual nos aburríamos era cuando forzosamente teníamos que estar sentados por horas en esos interminables viajes en auto al campo o a la playa. Igual encontrábamos entretenimiento cantando canciones tontas o jugando campeonatos de “Veo Veo” o de quien encontraba más autos verdes o más bicicletas en el camino. Como nuestras opciones eran muy limitadas y no estábamos acostumbrados a estar sentados por tantas horas el viaje era un verdadero suplicio en el cual lo único que hacíamos era preguntar cada media hora a nuestros padres cuanto faltaba para llegar. Pero creo que a parte de estas largas odiseas no les hinchábamos más a nuestros padres durante el resto del verano.


Hoy en día ya no podemos llegar ni a Luque sin que nuestros hijos empiecen a preguntar cada 5 minutos la tediosa pregunta “¿Falta muuuchooo?” Seguida de un sufrido “Estoy aburrido”. Forzosamente muchos padres se han visto obligados hasta a incorporar DVD a los autos para mantener a los chicos entretenidos en los viajes largos. Si decidimos pasar las vacaciones en el campo lejos de las señales de cable, internet y telefonía, lo más probable es que a nuestros hijos no les dure mucho el encanto de explorar el monte o andar a caballo y para el día siguiente empezarán a quejarse en coro porque están aburridos. Si les prohibimos jugar con el Nintendo o les limitamos las horas frente a la tele o la computadora a fin de alentarles a que estén más activos durante las vacaciones, lo único que terminamos ganando es estresarnos durante las vacaciones que tanto necesitamos escuchando sus plagueos colectivos y sus reiterados “estamos aburridoooos”.


La verdad es que la que está aburrida y harta soy yo. Este verano he decretado que cada vez que mis hijas me digan “estoy aburrida” encontraré una forma aún más tediosa para hacerles pasar el tiempo y hacerles valorar y disfrutar su tiempo libre. Ya preparé una lista de actividades y tareas que delegaré a mis hijas cada vez que me digan que están aburridas, como juntar mangos y guayabas, bañarle al perro (que por supuesto es SU perro para todos los supuestos, salvo aquellos relacionados a su cuidado) y sacar los yuyitos del pasto. Estoy segura que si soy constante con esto esta palabra poco a poco desaparecerá de su vocabulario!

La inocencia de los niños

Los niños tienen una inocencia innata y una capacidad increíble para verle siempre el lado bueno a todo. No saben fingir sonrisas y la mayoría desconoce aún las artimañas del engaño y dicen lo que piensan y como lo piensan con total sinceridad. Por supuesto que esta inocencia unida a su sinceridad muchas veces nos pone a nosotros, los padres, en situaciones muy incómodas. Recuerdo un acontecimiento que ilustra muy bien esto.


Paulina habrá tenido 3 años más o menos y jugando en un cumpleaños infantil se quedó mirando fijamente a una señora que tenía un lunar inmenso en la cara. Luego me estiró del brazo para mostrarme a la señora y sin disimular su asombro me dijo: “Mami, mirá a esa señora tiene un naná súper grande en su cara, se va a tener que poner muchísimas curitas”. ¡La señora por supuesto escuchó comentario y yo me quería morir de la vergüenza! Sin darme tiempo a reaccionar con total naturalidad le dijo a la señora que en su casa tenía muchísimas curitas con dibujitos y que si quería le podía prestar unas para que se le cure su naná. ¡Ahí ya directamente quería encontrar un agujero donde meterme! Por suerte la señora lo tomó con humor y por lo visto, ya acostumbrada a la a veces cruel inocente sinceridad de los niños, le explicó con mucho cariño que no era una naná, que era un lunar y que ella ya había nacido así. La verdad es que la señora se portó como una reina salvándome de esta situación tan embarazosa y dándole a Paulina las explicaciones que yo por decoro no quería hacer.


La verdad es que en esa ocasión su sinceridad e inocencia crearon la oportunidad perfecta para que aprenda ciertas cosas de la vida que los padres muchas veces evitamos explicar a nuestros hijos por no querer asustarlos o preocuparlos. Al salir del cumple le expliqué que no todas las personas tenían la suerte que tenía ella de haber nacido sanita y sin ningún problema. Que había muchas personas diferentes a ellas, algunas con marcas y manchas en la cara, otras que no podían ver o escuchar o hablar, o que le faltaban brazos o piernas o que estaban enfermitos pero que eran tan normales como ella. Le expliqué también que siempre tenía que ser respetuosa con ellos y tratarlos con naturalidad sin incomodarlos llamando la atención hacia sus problemas.


Pero a veces la sinceridad e inocencia de los niños nos pone en situaciones absolutamente embarazosas e insalvables. La historia más simpática es la de la hija de una amiga, que encontró en un cajón el anillo vibrador de sus padres (un juguetito sexual que acababa de ser lanzado y era la novedad de todas las parejas). La inocente niña pensó que era un anillo y lo llevó a un cumpleaños mostrándoles el “juguete de su mami” a todos sus amiguitos. Cuando mi amiga vio a su hija rodeada de niños riéndose mientras exhibía el anillo vibrador como si fuera el juguete más divertido del mundo ya era demasiado tarde. Todas las madres del cole ya se estaban destornillando de risa a su costa y creo que mi amiga no apareció en ningún otro acontecimiento escolar por el resto del año. Cuando nos contó su anécdota todas nos matamos de risa y para calmar sus nervios les contamos nuestras historias.


Personalmente tengo dos anécdotas similares. Paulina que en ese entonces tenía 3 años, encontró nuestro stock de preservativos y le llevó la caja a mi suegra. Pasándole un envoltorio le pidió a su abuela que le abra el chicle. Esto fue en el Baby Shower de una de mis cuñadas y sinceramente yo no sabía donde meterme. Me puse más colorada que un tomate y me pasé la tarde siendo la víctima de todas las bromas y hasta el día de hoy siempre me recuerdan aquel momento tan candente.


La segunda fue por suerte mucho más inocente. Le llevamos a nuestro caniche a un paseo familiar al campo. Nuestro perrito no encontró mejor cosa que hacer que intentar montarle a otro perrito que andaba por ahí. Fernanda, que tenía 4 años, con toda la inocencia del mundo empezó a gritar: “¡Mami, Mami, mirale a Peluchín, está haciendo filita con su nuevo amigo! Nosotros en la guarde también siempre hacemos filita” Desde entonces con Edu, como una especie de chiste interno, cada vez que nos referimos al acto sexual lo llamamos filita.


Estoy segura que ustedes también tienen miles de anécdotas relacionadas a la sinceridad e inocencia de sus hijos. Ojalá se animen a compartirlas conmigo en este blog!


Ding Ding Noni

Uno cree que los adultos salimos menos por viejos y aburridos. Pero les aseguro que no es por ninguna de estas cosas. Sencillamente no nos gusta trasnochar porque sabemos muy bien lo que nuestros hijos nos deparan al día siguiente.


Cada vez que llegan las fiestas de fin de año me ilusiono con ver que me voy a poner, con elegir los regalos y el menú y pienso en lo bien que voy a pasar con Eduardo y las nenas. Luego… como un flash informativo de alguna catástrofe llega a mi mente la imagen mental del barullo que van a estar haciendo mis hijas la mañana siguiente con sus juguetes nuevos.


Cuando una se convierte en madre, inmediatamente las fiestas pierden gran parte de su atractivo. Una termina agotada. Llegar relajada a la fiesta, como cuando nuestra única preocupación era que ropa nos íbamos a poner, se convierte en una utopía. Ahora tenemos que preparar la comida, organizar la casa que se queda vacía, vestir y arrear a los chicos, esconder los regalos, preparar la ropa de nuestros maridos y terminar vistiéndonos a las corridas para no llegar tarde a lo de nuestras suegras.


Los feriados posteriores, que antes aprovechábamos al máximo para relajarnos, reponernos de la trasnochada, dormir hasta tarde y andar en pijamas todo el día, ya no cumplen su objetivo. La realidad es que al día siguiente, nos despertamos con un martillo en la cabeza, al son de las mil y una melodías de los juguetes chinos que recibieron nuestros hijos.

Es tan cierto eso que te dicen tan proféticamente las otras madres cuando te embarazás por primera vez y te ataca esa somnolencia incontenible de los primeros meses. Todas te repiten en coro: “Aprovechá ahora y dormí todo lo que puedas ya que cuando nazca el bebé ya no vas a dormir más.” Por supuesto que nosotras ilusamente creemos que solo están exagerando… Ni bien nos convertimos en madres… nos espantamos al darnos cuenta no solo de que su profecía se cumple y sino también del hecho que en realidad estaban MINIMIZANDO la situación…


No hay palabras para describir las primeras noches de una madre primeriza…. Una se convierte en un zombie esclavizado por una maquinita de llanto y lo único que deseamos es encontrar un botón de OFF en el bebé para que nos deje dormir al menos una noche sin interrupciones. Y así empieza nuestra tortuosa travesía por las noches en vela….

Cuando finalmente empiezan a dormir de corrido e ilusamente creemos que al fin volveremos a dormir como antes, inmediatamente se les activa un instinto madrugador especialmente efectivo los feriados y fines de semana. Si bien cada día tenemos que luchar para despertarle entre semana para que lleguen a hora a la guarde o al colegio, los fines de semana ellos se levantan al alba sin la menor ayuda. Mi hija Victoria se levantaba a las cinco de la mañana todos los sábados, y cuando le decía que tenía que seguir durmiendo, abría las cortinas de par en par y me decía triunfante: “¡pero mami ya es de día!”


Por esto me propuse este año mandarle yo también una carta a Papá Noel que pedirá solo un regalo que creo que es muy merecido:


“Querido Papá Noel, como lo que más extraño es DORMIR A PATA SUELTA al día siguiente de las fiestas, y como me porté bien todo el año, te pido que por favor me regales más horas de sueño, al menos para el 25 de diciembre y el 1° de Enero. Si le hacés dormir al menos hasta las 10 de la mañana a mis tres gordas, te estaré eternamente agradecida. Atentamente, Una madre al borde.”