lunes, 21 de noviembre de 2011

Un momento de paz



Todas las mamás tenemos uno de ESOS días. Un día en el cual las cosas se enciman y se enredan hasta armar un jovarai enmarañado que nos quita la respiración y nos hace desear con urgencia un momento de paz en medio de tanto caos. 

Personalmente, cuando me siento así, avasallada por mis hijos, por mi marido, por las preocupaciones, por las cuentas, por el día a día, el tráfico, el trabajo y el famoso stresssss con mil eses, lo único que quiero es decir ¡BASTA! y encontrar un lugar desolado donde poder correr y gritar a todo pulmón sin que alguien llame al 911. Cuando empiezo sentirme en búsqueda de una locación idónea para dar rienda suelta a un grito primario ensordecedor, sé que tengo que apretar con urgencia el botón de STOP antes de explotar.

En esos momentos recurro a MI lugar de paz. Todas tenemos uno, ya sea el consultorio de nuestra psicóloga, la casa de una amiga del alma, nuestro grupo de oración o algún lugar especial que logra hacernos reencontrar la paz perdida. Mi lugar de paz es el Parque de la Salud.  No sé porqué, pero tras la primera vuelta mirando los arbolitos con el fondo musical del playlist de jazz de mi iPod ya puedo encontrar al añorado momento de paz que me tranquiliza y desconecta del caos.

Al apagar mi celular y empezar a caminar al ritmo de Thelonius Monk ya empiezo a sentir la paz. Me olvido de la lista del súper, de los miles de trámites pendientes, de las chofereadas infernales en hora pico, de que tengo que estudiar matemáticas con Paulina y de que tengo trabajo atrasado, facturas pendientes de pago y la paciencia agotada.

Ni bien voy poniendo un pie frente al otro disfrutando de los rayos de sol entre los árboles empiezo a sentir que ya no estoy caminando, sino flotando en un momento absolutamente mío, sin interrupciones, sin presiones, sin preocupaciones.  

Mi caminata se enriqueció gracias al consejo de mi amiga Patty, quien me recomendó sentarme en un banquito al terminar de caminar y cerrar los ojos respirando hondo y pensando en cosas lindas. Es increíble la sabiduría que a veces compartimos entre amigas. Desde que incluyo estos 5 minutos a mi rutina diaria, mi caminata adquirió un nuevo sentido. Ya no se trata sólo de ejercicio, sino de darme un momento para mí solita. Un momento para agradecer todas las bendiciones en mi vida y cargar mis baterías para enfrentar todo el caos del día a día que sólo una madre al borde, como lo somos todas, sabe enfrentar sin sentirse avasallada. 

Es importante darse un momento para una misma, para reflexionar, desconectarse y renovarse. Es vital conectarse con algo para desconectarse de todo. Cierren los ojos, inhalen, exhalen y ¡a enfrentar el día con una sonrisa!

lunes, 17 de octubre de 2011

EL MIEDO A LA OSCURIDAD



Uno de los principales temores de los niños es la oscuridad. Las tinieblas y la penumbra esconden para ellos una cantidad tremenda de monstruos y espantajos. Siempre me he preguntado de donde viene este temor por lo oscuro. ¿Por qué la falta de luz proporciona el terreno ideal para que su fértil imaginación siembre en ella sus temores?

Recuerdo que de niña le tenía pavor a la oscuridad. Mi mamá siempre tenía que dejar prendido un velador; pero aún así, la débil luz del velador llenaba mi cuarto de sombras que mi imaginación animaba con la forma de variopintos monstruos y espectros. Cuando me despertaba en el medio de la noche tenía que armarme de muchísimo coraje para atravesar corriendo el pasillo oscuro que llevaba a la pieza de mis padres. Hasta ahora recuerdo lo fuerte que latía mi corazón en esas carreras nocturnas. Una vez alcanzada la meta, procedía a introducirme clandestinamente en su cama, tratando de no despertarlos. Si lo hacía, tenía más que asegurado un prontísimo retorno a mi pieza.

Ahora me toca a mí ser despertada por el ruido de la estampida de piececitos de mis hijas corriendo a mi pieza en el medio de la noche. Luego viene todo el trajín de tranquilizarlas, asegurarles nuevamente que los monstruos no existen (ni siquiera el Chupacabras, por más de que el video que vieron en Discovery Chanel asegure lo contrario) e intentar convencerles que regresen a su pieza. 

Lo más irónico de todo esto es que a la hora de tener que atravesar solitas la oscuridad para regresar a su cuarto, jamás vuelven a encontrar el mismo coraje que tuvieron para salir de él. Por lo que tenemos que resignarnos a levantarnos en plena noche para acompañarlas a su pieza o, si ya no nos da el cuero, hacerles un lugarcito en nuestra cama.

A veces hasta yo quiero alegar que le tengo miedo a la oscuridad para no tener que levantarme de mi cama en el medio de la noche. Una vez, medio zombie aún intenté razonar con Pauli y le dije: “Mi amor, ¿me podés explicar, si es que verdaderamente hay un monstruo en tu ropero, qué diferencia va a hacer que yo te acompañe de vuelta a tu pieza? Yo no soy un súper héroe, ¡no le hago ni cosquillas a los monstruos!” ¡GRAN error! En mi afán por no despegar mi cara de la almohada, terminé asustándola aún más. Pauli se largó a llorar desconsoladamente: “¡Buaaaaa! ¡Viiiiste que los monstruos existen, vos también le tenes mieeeedooooo!”

Ahora ya sé, que cuando empieza el rumor de pasitos apurados a la madrugada no hay razonamiento que valga y para seguir durmiendo en paz lo único que me queda por hacer es correr la sábana y hacerles un lugarcito.

domingo, 4 de septiembre de 2011

CUANDO UNA MASCOTA SE VA…


En casa estamos de luto. A nuestro caniche adorado, Peluchito, se lo llevó el moquillo y nos dejó a todos moqueando del llanto. Lloramos cómo si se hubiera muerto un ser querido…. Y es que lo era. 

No es la primera mascota que se nos muere en casa… pero definitivamente esta fue la partida que más sentimos. Para ser honesta, nuestra mascota anterior, un pececito con el “original” nombre de Nemo, murió más de 20 veces. Pero por suerte siempre fui yo quien lo encontraba flotando en su pecera y con el pretexto de tener que llevarlo a la veterinaria, iba rápidamente a sustituirlo por otro sin que las nenas se percataran del intercambio. Cansada de las muertes súbitas de Nemo un buen día dije basta y anuncié a las nenas que lo había “soltado” al río para que fuera libre. Estuvieron tristes al comienzo y algo molestas conmigo, luego se sintieron consoladas por la idea de que su pez se encontraba nadando por algún río. Cuanto estanque o charco veíamos mis nenas me preguntaba si ahí estaba Nemo. A lo que yo les contestaba que seguro andaba nadando por allí.

Tras “liberar” a Nemo compramos un perrito. Pero lastimosamente se nos murió a los pocos días porque había venido enfermito de la veterinaria. Para que las nenas no sufrieran inventé otra historia, y les dije que su mamá lo había venido a buscar para ir a vivir con ella a Brasil. Mis ingenuas hijas se tragaron el cuento y hasta ahora están convencidas que su perrito cruzó la frontera y se volvió brasileño. Al poco tiempo llegó Peluchito a nuestra casa y en seguida se hizo un nicho en nuestros corazones. 

Lastimosamente no me fue posible disimular la partida de Peluchito. Su enfermedad pronto se hizo muy notoria para todos y a pesar de que intentamos salvarlo a toda costa, su agonía era tal, que tuvimos que sacrificarlo. Verlo irse con tanto dolor nos dejó a todos muy tristes; sobre todo a las nenas, quienes lo cuidaban como un bebé y rezaban todas las noches para que se curara rápido.

Cuando una mascota se va, deja un hueco enorme en nuestros hogares. Créanme que no soy muy amante de las mascotas, siempre las toleré por mis hijas, ya que ellas adoran los animales, pero jamás fui muy perrera. Sin embargo hoy extraño sus ojitos pedigüeños a la hora del almuerzo, su colita moviéndose como una viborita por la felicidad cada vez que nos veía llegar a casa y verlo correr enloquecido por el patio jugando como un niño más con mis hijas.

Por supuesto mis nenas están súper tristes. Peluchito era un personaje fijo en cada uno de sus juegos y lo extrañan un montón. Además están muy angustiadas, pues la idea de la muerte no tiene cabida en el mundo de un niño. Hoy vinieron Fernanda y Julieta a preguntarme muy preocupadas si los perritos también iban al cielo… Una vez más tuve que contarles un cuento… que peluchito probablemente se encontraba feliz de la vida saltando en cada una de las nubecitas blancas del cielo. De seguro ellas lo seguirán buscando por mucho tiempo entre las nubes….

PELEAS Y MOQUETES



No sé si a ustedes les pasa lo mismo, pero últimamente en mi casa las peleas están a la orden del día. No sé si será la edad o es algo totalmente normal esto de ser belicosos entre hermanos y hermanas….
Y lo peor de todo, no sólo es el hecho de que las peleas infantiles alteran la paz familiar, obligándonos a dejar todo lo que estábamos haciendo para actuar como mediadoras, sino que también son súper difíciles de manejar. ¡A veces hasta creo que sería más fácil de mediar un conflicto entre Estados en la ONU que en una pelea infantil!

En primer lugar está el hecho de que el 90% de las veces estas peleas ocurren fuera de nuestra área de supervisión. Una se entera ya sea por los gritos, chillidos y alaridos que escucha repentinamente a lo lejos, o por que aparece alguno de los combatientes llorando a moco tendido al más puro estilo del Chavo o la Chilindrina y totalmente imposibilitado de emitir palabra inteligible. Como no presenciamos lo sucedido, dependemos de sus contradictorios testimonios para evaluar quién fue el agresor y quién el agredido. Acá viene la parte más difícil: descubrir quién tiró la primera piedra. Le retás a uno y el otro te dice chillando: “Pero Fulanitooo empezóoooo!” A lo que el otro contesta ofendido: “¡Mentiiiira! ¡Yo no fui! ¡Él fue!” Y así sucesivamente.

Luego vienen las afirmaciones tajantes de odio recíproco. Tras más acusaciones y largas discusiones emprendemos la etapa sucesiva y empiezan las negociaciones para que ambas hermanas (con sendos pucheros y caras de indignadas) hagan las paces. Empezamos con el habitual discursito de que los hermanos tienen que quererse porque siempre van a ser compañeros en la vida y que sus peleas lo único que hacen es romper nuestros corazones y que es tan culpable el que empieza como el que sigue la pelea. Al terminar nuestro discursito emotivo y pedagógico, le instamos a que se perdonen mutuamente. “Paulina, tenés que perdonarle a Fernanda que ya te pidió perdón…” A lo que ni corta ni perezosa seguro responde: “Ni lo sueñes mami… Yo le ODIO porque todo el día me hincha. ¡Por su culpa nunca puedo ver la tele ya que solo quiere ver Discovery Kids y yo ya no veo esos programas de bebés tontos!” 

Ese es oootro tema, el de los motivos absurdos que llevan a estirarse las trenzas, a pegarse y enredarse en un violento moquete seguido de llantos histéricos. Que una le sacó la lengua, que la otra le tentó, que una le cambió el canal de la tele, que la otra destrozó su casita, que una le bañó a su peluche favorito y que la otra le cortó el pelo a su muñeca…. Motivos para pelearse nunca faltan… al contrario, sobran y por más ridículos que son para nosotros, para nuestros hijos son motivo suficiente para llegar a las trompadas.

Tras la paz a regañadientes lo más probable es que sigan enojados. Pero lo increíble es que a los pocos minutos ya están jugando juntos como si nada hubiera ocurrido. Las únicas que seguimos alteradas por la trifulca somos nosotras las madres, ya que todas inevitablemente terminamos sintiéndonos impotentes ante las peleas de nuestros hijos. Empezamos a cuestionarnos si los malcriamos demasiado, si estamos manejando mal las cosas, si no somos lo suficientemente firmes con ellos, si están recibiendo malos ejemplos de la tele o de los amiguitos… incluso de nosotras. Porque así como es TAN de los chicos pelearse, es TAN de las madres culparse por sus peleas!

martes, 12 de julio de 2011

LA SANGRE NO ES AGUA


Cuando era chica, mi abuela le decía a mi madre cada vez que se plagueaba por mi carácter o mis berrinches: “La sangre no es aaagua. Es igualita a vos cuando eras chica.” ¡Y  bien que tenía razón! Ahora me toca estar del otro lado de la moneda: las que se parecen a mí son mis hijas. Es increíble cómo no sólo se hereda el aspecto físico, sino también los gustos, las costumbres, los gestos, el carácter y… lastimosamente, ¡también las manías y caprichos!

Todos amamos vernos reflejadas en nuestros hijos. Pero cuando lo que se refleja no es la forma de la boca, o el perfil familiar, sino aquellas cosas que más detestamos de nosotras mismas, empiezan a sonar alarmas interiores y hasta se podría decir que escuchamos en el fondo de nuestro ser el eco de la voz de nuestras abuelitas diciéndonos con ironía: “¡la sangre no es aaaagua mi hija!” 

En mi familia, las herencias son muchas. Parece que no sólo hay “aires de familia” como se suele decir, ¡sino verdaderos vientos huracanados! Mi sobrinito Panchito, que es una pulga de 1 año y medio, no sólo heredó de mi hermano la forma de pararse con los brazos cruzados en la espalda, sino también su increíble terquedad. Tan chiquito y ya no hay forma de revocar su “NO”.  

Cuando yo era chica, lo que más odiaba de mi madre eran sus interminables plagueos. Eran como se dice “más largos que rezo de pobre”, una cosa de no acabar que empezaba ni bien abría sus ojos a la mañana y no paraba hasta que los cerraba por las noches. ¡De repente hasta en sueños se plagueaba! Ahora de adulta y de madre al borde, como lo fue ella, la plagueona de la casa soy YO. Cada vez que empiezo mi letanía, miro la cara de saturación de mis hijas y de mi marido y me entra una rabia tremenda. Hago un mea culpa ya que me encuentro a mí misma siguiendo el mismo camino que mi madre. Quisiera tanto no ser tan plagueona, pero una vez que empiezo ya no puedo parar. Es más fuerte que yo….  

Pero lo peor de todo es que ahora también tengo una mini plagueona precoz en la casa. Paulina salió calcada a la abuela y a la madre. Todo es motivo de plagueo para ella y sus preocupaciones son tan inverosímiles que hasta dan risa. ¡De qué podría posiblemente plaguearse una niña tan pequeña! Aunque parezca imposible, siempre encuentra motivos. Que su hermana le “gastó todo el borrador”, que está harta de comer siempre lo mismo, que con esto del bicentenario está cansada de ver tantas banderas, que le cansa mucho el ballet por que la profe le hace estiraaaarse como un fideo, que nunca tiene tiempo para ver tele porque le dan demasiadas tareas, que Julieta pregunta demasiado porqué esto y porqué aquello…. Y todo dicho en sucesión y con una voz lastimera que hasta me dan ganas de que tuviera un botoncito de “mute”. 

Por su parte, Fernanda es tan maniática como su papá. A la hora de comer es toooda una historia porque tal como al padre, ODIA la cebolla y está convencida de que le ponemos cebolla a escondidas en todas las comidas. A la hora de vestirse, toooodo le molesta, principalmente las medias y los zapatos, motivo por el cual ni bien puede se descalza para andar py nandy tal como su padre acostumbra. 

Julieta, salió exagerada como mi hermana. Todo es un motivo de drama para ella. El mundo se le viene abajo si se le derrama jugo sobre la ropa y puede llorar desconsoladamente por horas si se le rompe una crayola o si se le arruga un papel.

Qué les puedo decir, mi abuela tenía razón. Nuestros hijos heredan de nosotros hasta aquellas cosas que rezamos para que no hereden.  www.madrealborde.blogspot.com

lunes, 13 de junio de 2011

PIOJOSAS


¡Cada vez que nuestros hijos empiezan a rascarse la cabeza, todas las madres nos ponemos a temblar! Sabemos que si la cabeza pica, lo más probable es que sean piojos. En nuestro interior rezamos para que sólo sean granitos de arena remanentes del arenero o alguna irritación pasajera. De inmediato nos ponemos a revisar obsesivamente sus cabecitas. Si llega a aparecer un huevito ya nos ponemos a llorar, porque sabemos que en algún lugar se ocultan esos pequeños desgraciados.

Nunca voy a olvidar la primera vez que Paulina trajo a la casa esta plaga. Como yo nunca había tenido piojos de chica no tenía ni siquiera idea de cómo eran y como Pauli es muy alérgica no me llamó en lo más mínimo la atención que se rascara la cabecita. Fue la niñera la primera en darse cuenta y evidentemente para cuando ella lo notó, la cabecita de Pauli estaba más sobre poblada de piojos que Tokio. ¡Ahí tuve mi primer encuentro cercano del tercer tipo con esta plaga; y fue verdaderamente MUY cercano, pues yo también tenía una colonia en mi cabeza! A mis veintipico me encontraba padeciendo por primera vez la presencia de estos molestos y bochornosos inquilinos. Por suerte los erradicamos rápido con un champú contra piojos y un peinecito.

El segundo brote fue aún peor porque las afectadas esta vez fuimos cuatro. El único que se salvó fue mi marido por pelado. Pauli nuevamente era la Tokio de los Piojos, yo era Sao Paulo, Fernanda era Nueva York y Julieta era México, DF. No les puedo explicar las horas que perdí luchando contra sus protestas para aplicarle la loción a las tres, lavarles con el champú y luego peinarles con el peinecito y luego repetir todo el procedimiento en mi propia cabeza. Pero aún peor fue el hecho de que esta cepa de piojos parecía resistente hasta a la radiación atómica. La loción y el champú no les hacían ni cosquillas y al cuarto día de tratamiento las cuatro seguíamos rascándonos como monos.

Decidí tomar medidas más extremas. Las cuatro nos cortamos el pelo. Como me daba demasiada vergüenza ir en semejantes condiciones a la peluquería hice de peluquera domiciliaria y las cuatro terminamos con unos carrés que más que carrés eran cortes karês. Mi corte, por obvios motivos, fue el peor logrado de todos. Luego empecé a probar de todo, pasé por todas las marcas de pediculicidas (¡no se asusten que se llaman así!) disponibles en las farmacias a cuanto yuyo y ungüento natural me recomendaban. Me convertí en la Menguele pediculicida. Probé con vinagre, enjuagues con ruda, eré eréa y los desgraciados seguían comodísimos en nuestras cabezas.

En mi desesperación empecé a pedir auxilio a familiares, amigas y hasta a mi peluquero (quien hasta ahora me tienta por la bochornosa consulta). Me recomendaban cosas tan raras y traídas de los pelos (que expresión más adecuada para este incidente), que no me animaba a probarlas en mis hijas. ¡Me recomendaron que machacara naftalina y se las aplicara como talco en el pelo, que les pusiera Pif Paf, Mápex líquido y hasta que les pusiera hormiguicida en la cabeza!

Al final tuve que resignarme a la “extracción manual” peinando por horas nuestras cabelleras con un peinecito que arrancaba más pelos que piojos, pero que a la larga (y verdaderamente fue larga la “despiojación”) terminó siendo efectivo. ¡Tuvieron que transcurrir 15 días hasta estar todas absolutamente libre de estas alimañas!

Pero lo peor estaba por venir. A mis hijas les pareció tan divertido el incidente piojoso que se encargaron de contárselo hasta a la cajera del súper. Fernanda que es la más charleta de las tres, fue la más boca suelta. A quien encontraba le contaba horonda y hasta con orgullo: “Sabés que…. YO le contagié piojos a mi mami ¡y teníamos MUCHÍSIMOS pero MUCHISISISISIIIISIMOS PIOJOS!” Yo roja como un tomate me limitaba a sonreír con cara de circunstancia a la interpelada mientras le estiraba el bracito para que se callara. ¡La verdad que para una madre no hay peor pelada que ser tan piojosa como sus hijas!