miércoles, 19 de diciembre de 2012

CUANDO YO SEA GRANDE




Esta tarde, volviendo del cole Julieta, que ya tiene cuatro, me dio la lista de todas las cosas que quería ser cuando sea grande. Pensé que serían tres o cuatro, pero la lista no terminaba y encima era súper específica. Transcribo literalmente todo lo que me dijo con su ere mal pronunciada: “Mami, cuando yo sea glande quielo sel: vetelinalia de peyos y gatos, vendedola de una tienda de yopas, cajela de supel, arregladola de tractoles, policía de tráfico, chofel de ómnibus, artista que dibuja y no de las que pinta, la que descubre cosas, astronauta, esploladola, cocinela y bailarina.”

Esas son las que recuerdo, pero en realidad la lista era mucho más extensa. Tanto, que a cierto punto, ella misma se dio cuenta de que era imposible ser todas esas cosas al crecer y me dijo: “Son muchas, ¿verdad?”. Yo le miré por el retrovisor y le contesté: “Sí mi amor, tal vez son demasiadas y vas a tener que elegir.” Me contestó muy seriamente: “Bueno, cuando sea adulta te voy a decir con cual me quedo.”

En la infancia las posibilidades son ilimitadas y ni siquiera el cielo se fija de límite. Todos queremos ser astronautas por más de que en nuestro país no exista programa espacial. Pero ese hecho no supone ningún desaliento para nosotros. En nuestra mente todo es posible. Recuerdo que Fernanda cuando estaba por cumplir tres años, creyéndose ya toda una adulta me dijo con muchísima seguridad y orgullo que cuando tenga TRES (enfatizando mucho en la palabra tres) ya iba a ser una nena grande y se iba a poder ir al espacio y que se iba a subir a una nave espacial para explorar la luna.

Los niños quieren crecer. Creen que los años están cargados de infinitas posibilidades. Para ellos todo es posible y es normal que a los TRES uno ya tenga edad suficiente como para escalar una montaña, aprender a volar, o viajar a la luna. Quieren ser grandes y por eso juegan a serlo y se imaginan a sí mismos en los más variados puestos laborales.

La vida luego nos demuestra que probablemente lo más cerca al espacio que lleguemos sea EPCOT. De un millón de niños que sueñan con ser astronautas, tal vez sólo uno llegará a ver su sueño hecho realidad. ¡Qué increíble ha de ser, ser ESE niño! Me pregunto si todos los astronautas también soñaban con ser astronautas de niños. Tal vez ellos sólo querían ser bomberos, o cowboys. 

Lo cierto es que por lo general estas aspiraciones infantiles tan fantasiosas quedan olvidadas por el camino. Tal vez los únicos en recordarlo sean nuestros padres o nuestros abuelos, cuando ya convertida en una profesional de la medicina traigan a recolección que cuando tenías tres años soñabas con ser cantante. 

Lo que deberíamos mantener siempre es aquella ilusión de que todo es posible. De que nuestros sueños están al alcance de la mano y de que para lograrlo basta con desearlo lo suficiente. Sería tan lindo mantener intacta la facultad de soñar. Tal vez si hubiéramos podido aferrarnos más fuerte a esa facultad de soñar  infantil, hoy todos estaríamos en el espacio. A veces me pregunto cómo hubiera sido mi vida, si en vez de estar escribiendo estas páginas me encontrara flotando con  gravedad cero.

LA CIENTÍFICA Y LA TONTÍFICA





¿Conocen la frase la fruta no cae lejos del árbol? Bueno, no podría ser más cierta. Paulina cada vez está más científica. Igualita a su papá y a su abuelo y bisabuelo paternos. Porque honestamente de mi lado no tiene a quien salir científica. A mí me dicen natural y ya no me gusta. Eso de camping, rafting, trekking y todas esas “ings” vinculadas a la naturaleza no me interesan en lo más mínimo…. Las únicas actividades “ing” con las que me identifico plenamente son el shopping y el catering. Con esta aclaración es más que obvio que Paulina cayó más del lado paterno de su árbol familiar.

Cada día me sorprende con sus conocimientos. Desde chiquita ya lo hacía. Corregía a las profesoras ya en el jardín sobre temas de relacionados a los animales con una erudición que hasta ponía en aprietos a sus profes. Recuerdo que en el pre escolar una vez le corrigió a una de sus profe que había dibujado una jirafa con una lengua roja y le dijo que en realidad las jirafas tenían la lengua azul. La profe le dijo que no creía que las jirafas tuvieran la lengua azul. ¡¿Lengua azul! Bahh!? Pero tanto insistió Paulina con lo de la lengua azul, que hasta hizo dudar a la profe y terminó consultándolo. Para su sorpresa, efectivamente su alumnita había tenido razón y tuvo que corregirse luego en clase. Fue la misma profe la que me contó este incidente, felicitándome por lo muuucho que le estimulábamos sus intereses a Paulina. Debería haberle felicitado al Discovery Chanel y Animal Planet, sus canales preferidos. Porque francamente, yo nunca manejé este tipo de datos. ¡No sé ni de qué color es la lengua de un hamster, imagínense si voy a saber de qué color es la de una jirafa!

Otra evidencia de su afinidad por las ciencias naturales y los animales era el hecho de que no sólo amaba nuestros paseos al zoológico, sino que también adoraba el museo de ciencias naturales, con todos esos frascos apestosos de bichos muertos. Cada vez que entrábamos  para ella era como si estuviéramos en Disney. Una vez al salir de allí me dijo: “Mami, que te parece si llevamos todos estos frascos y los exhibimos en nuestra sala para que todos mis compañeritos puedan ver.” Yo ya me imaginaba en la cabeza la sala del Dr. Hannibal Lecter y le contesté juguetonamente: “Guacalaaa! Paulina, pero imaginate el susto que se van a llevar tus compañeritas al entrar a una casa llena de frascos con animales en formol. ¡Te van a apodar Paulina la rara!” Ella me contestó indignadísima y muy segura de sí misma: “No, me van a llamar Paulina ¡LA CIENTÍFICA!”

Desde ese momento, con tan sólo cuatro añitos ya me puso muy en claro que lo suyo era una vocación seria por los animales y la naturaleza. Luego, su colección de rocas sirvió para asentar este hecho.  Quedaba más que claro que a mi hija no le interesaban las muñecas, las ropitas, los maquillajes, ni todas las tonterías que a mí me habían encantado a su edad. Y lo peor es que no me puedo llevar ningún crédito porque no sé nada sobre la materia. Lo suyo es una vocación propia. Algo que le viene de adentro y que juro que no hago más que darle permiso para ver Discovery Chanel y comprarle libros sobre las cosas que le interesan. La verdad es que no puedo aportar nada. Cuando ella me pregunta cómo se llama un árbol yo le miro con cara de sorprendida, preguntándome a mí misma: “¡cómo se le ocurre que voy a saber eso!, si para mí los árboles son todos iguales. Tienen tronco, tienen ramas, ergo ARBOL. Máximo distingo un pino de un eucalipto. Pero ahí se acabaron mis conocimientos botánicos. Obviamente le contesto siempre: “No sé Pauli, preguntale a tu papá.” Todo lo tengo que derivar a su padre porque en la materia de sus intereses solo sé que no sé nada.

martes, 25 de septiembre de 2012

EL CIRCO DE BARRIO




Cuando pensamos en el circo, la cabeza se nos llena de magia mientras imaginamos una enorme carpa y un espectáculo absolutamente maravilloso. Por supuesto nos imaginamos mentalmente el show imponente de algún circo de nombre rimbombante. Yo creía – erróneamente- que el estado de asombro que despierta el circo en los niños estaba directamente asociado a la calidad del espectáculo. ¡Hasta que me di cuenta que para un niño, el cirquito de barrio de un par de payasos puede ser tan impactante como el espectáculo más maravilloso del Cirque du Soleil!

Mi experiencia cirquera sui generis se dio hace un par de años, cuando girando con la flia un domingo cualquiera dimos a parar con un tolderío de mala muerte instalado al lado de una capilla de barrio, que se hacía llamar “circo”. Eduardo y yo nos miramos, y ante el aburrimiento generalizado de las nenas y nuestro, decidimos que era una opción tan válida como cualquiera para salir del sopor post almuerzo de domingo.

Así los cinco decidimos entrar a aquella carpita sucia y llena de agujeros. Eduardo y yo nos encontrábamos algo escépticos ante la calidad del show que íbamos a presenciar. Las nenas sin embargo, desde el momento en que pusieron un pie dentro de la carpa ya se encontraban saltando ante la expectación. Tomamos asiento y hace su entrada el presentador (que resultó que también era el traga sable, el malabarista, domador de perros y el equilibrista del show). A todo pulmón, como si estuviera anunciando al mismísimo rey de España exclamó: “Y ahoooraaaa, el fabulooooso Winston rey de la cuerda floja y domadoooooor de las altuuuuuuras, quien hará su show (redoble de tambores de fondo) SIIIIIN red de seguridad.” Sale el presentador y 5 minutos después vuelve a entrar pero ahora vistiendo un enterizo de lycra ajustadísimo y lleno de purpurina. La “cuerda floja” resultó ser una vara de metal que medía como 20 cms de ancho y como ésta no estaba ni a 1 metro y medio del piso, la red de seguridad resultaba un despropósito. 

Eduardo y yo empezamos a reír ante lo absurdo de este show. Pero la actitud del equilibrista nos hizo callar. El hombre caminaba sobre la barra como si se tratara de una cuerda floja colgando entre dos edificios de mil pies de altura. Hasta simulaba perder el equilibrio para aumentar el suspenso en los niños. Caminaba por esa vara, como si su vida colgara de un hilo y por supuesto los niños estaban muertos de ansiedad maravillados ante su proeza.

Luego anuncian a la “bellísima y maravillosa Daisy de las Alturas”. Daisy, resultó ser, ante mi más puro asombro, UN TRABA. ¡Si, un travesti en un show infantil! Pero de esos que no disimulan luego su género. Me largué a reir ante lo cómico de esta situación, pero Daisy me hizo callar nuevamente. Taaaan glamorosa era Daisy, que hacía un show tratando de caber a duras penas en un aro que colgaba del toldo. Sus hombros anchos y cuerpo voluminoso le hacían un poco difícil la tarea de manejarse dentro del aro; pero toda su actitud, sus miradas al horizonte poseedoras de la gracia de una prima ballerina del Bolshoi, hacía que pareciera más que un travesti de 2 metros 10, un delicado canario posándose delicadamente en su aro. Por supuesto que para mis nenas Daisy era más femenina que su mismísima madre y jamás se les cruzó por la cabeza la idea de que no fuera una mujer. ¡Para ellas Daisy era una princesa!

Luego volvió el fabuloso Winston, ahora convertido en malabarista. El pobre era más descoordinado que un maraquero con parkinson. Se le caían todos los objetos que lanzaba al aire, y él mismo se tropezaba cada vez que intentaba recogerlos. Un desastre. Pero aún así las nenas estaban muertas de risa y felices con el show.

Luego, Fernanda empezó a preguntarme cuando iba a salir el efelante. Pobrecita la enana esperaba leones y osos bailarines. En su mente de niña cabía un elefante y mucho más en aquel toldito de morondanga. Los animales resultaron igual de encantadores para ellas. ¡Tres caniches bailarines que hacían más trucos que toda la troupe humana del circo! Hasta se pusieron a jugar futbol ante el asombro y el deleite de los chicos.

Luego viene el animal más grande del circo: el pony. Que había sido que hacía el papel de fiera por lo arisco. Los payasos le invitaron a un gordito del público a montarlo y de repente el pony se cabrea y se larga contra el público. Nosotros salimos corriendo del paso del pony arisco y la cara de susto del gordito que se sostenía a duras penas sobre su lomo aún me hace descostillarme de risa. ¡El cirquito de barrio resultó tener hasta espectáculos de acción!

Tras unos shows de magia e innumerables sketches de payasos vino el broche de oro: BARNIE. ¡Si, a falta de elefantes, el Gran Circo del Barrio tenía al mismísimo Barnie como integrante del elenco. Las nenas, que por entonces eran chiquitas CASI se desmayan de la emoción. Lo presentaron luego como si venía el mismísimo Barnie, recién salido del aparato de TV como por arte de magia. El disfraz era la cosa más burda y lamentable de todo el show. Pero las nenas se creyeron ante el mismo Barnie de la tele y no podían salir de su asombro. Creo que Fernanda hasta soltó unas lagrimitas de emoción.

Moraleja de la historia: me gustaría tener la misma inocencia de mis hijas y maravillarme como ellas se maravillaron con tan poco. ¡Qué lindo es dejarse envolver por la magia del circo, aunque sólo sea la de un circo de barrio, chiquito pero presto para llenar de alegría al corazón expectante de los niños!

jueves, 23 de agosto de 2012

Mi boda embarazosa



Como seguramente muchas de ustedes, yo me casé de “a tres”. Como se suele decir, me casé en una situación “embarazosa”. Pero al contrario de lo que podría hacer suponer el término, no me sentí en embarazo por la situación. No fui una novia que intentó ocultar su panza con el popular vestidito suelto y manteniendo el embarazo callado como secreto de estado, acelerando los preparativos de la boda al máximo para que la panza no se note. Yo me casé con una súper híper mega panza imposible de tapar ni aunque me hubiese casado con vestido carpa tipo María Marta Serra Lima! Tenía siete meses y como ya les conté hace tiempo, nunca llevé bien los embarazos, por lo que a los siete meses ya tenía dos troncos de sequoyas como piernas y los labios más hinchados que la Suller. 

Obviamente en otras épocas mi actitud hubiera sido considerada descarada y hubiera sido el bocadillo de todos las chismosas tekoreís de la capital. Pero ya en mi época había mucha más aceptación hacia este tipo de casos. Los tiempos eran ya otros. Por ejemplo, mi madre tiene amigas que de jovencitas se casaron de a tres y hasta hoy en día lo niegan a muerte. Pero si uno hace los cálculos sus hijos deberían haber nacido sietemecinos. Para mi época ya no había mucho sentido en ocultar un embarazo en el altar. Yo no lo hice y no estoy nada avergonzada al respecto. Paseé mi panza horondamente por el altar, como si se tratara de una medalla, de algo de lo cual me podía sentir orgullosa y feliz. Y díganme si no es así. Un embarazo, a pesar de todos los achaques, es una celebración a la vida, es algo bello, importante, algo que se luce con orgullo y bajo ningún motivo, algo para ocultar y menos en una iglesia.  Acaso no decía Jesús “Traed a los niños a mí” y ahí se lo llevé FELIZ!

Mis amigas me tentaban diciéndome que tenía que borrarme con photoshop la panza de las fotos para algún día tener “autoridad moral” sobre mis hijas. Pero todo siempre dicho con tono de broma. Pero por supuesto no habrá faltado la vieja escandalizada al respecto, o la criticona consagrada lista para acotar que no era una novia “fresca”. De seguro no me habrán ponderado mucho el vestido, o lo linda que estaba (con siete meses de embarazo es muy difícil ser buena percha y lucir fantástica). Pero nadie podrá decir que no lucía radiante. ¡Mi panza y yo éramos unos soles!

Mi tía Marilú, que es una de las mujeres más inteligentes que conozco, una vez me dijo: “no existe ninguna palabra tan inapropiada como la palabra “embarazo”. Que espanto referirse a algo tan lindo con una palabra que es sinónimo de vergüenza” Nunca había pensado al respecto y al reflexionar me di cuenta que era totalmente cierto. Cuando algo nos da vergüenza decimos que nos sentimos “en embarazo”. También llamamos embarazosas a aquellas situaciones un poco bochornosas. Desde entonces procuro usar otros términos para referirme a la gestación. Como alternativas procuro decir que fulanita “está esperando un hijo” o “está en estado”. Aunque el término está tan instalado en nuestro léxico que es difícil omitirlo por completo. Sale siempre que puede de mi boca como un accidente recurrente. ¡Pero ahora soy consciente de que el término es total y absolutamente inapropiado, tanto como tener vergüenza de admitir que una se casó embarazada!

¡SORPRESOTA!



En mi época las sorpresitas hacían honor a su nombre, eran bien “itas”, lo justo y necesario para llevar un poco de la alegría del cumple de regreso a casa. Pero hoy en día lo de “itas” está en desproporción con lo que los niños traen a casa: ¡más juguetes que el cumpleañero y toda la mesa de caramelos!

¡Cómo han cambiado los cumpleaños infantiles! Sin lugar a dudas ya no son los de antes. Aaantes la deco consistía en unos cuantos globos inflados por pulmón por todos los miembros de la casa (hasta el gato), bonetes de cartón, una piñata con más harina que golosinas y unas cuantas figuritas de isopor o cartulina de fabricación casera. Contratar a una decoradora para un cumple infantil era tan extravagante como contratar a Julio Iglesias para que cante “Que los cumpla”. ¡Se llamaba a las tías y basta! 

¿Catering? WTF! ¡Tenías que agradecer si servían sandwichitos de jamón y queso! Lo más probable era tener que conformarse con 10 kilos de pororó, caramelo soft y las galletitas surtidas de Terrabusi. La torta era tan casera como la deco. Si la madre era una nulidad en la cocina, máximo delegaba la tarea a una tía más ducha en la materia. La animación generalmente se delegaba a alguna tía divertida que organizaba juegos entre los niños, tampoco nada muy original: básicamente gallinita ciega, huevo podrido, sillas musicales y poner la cola al burro. Del resto de los juegos nos encargábamos nosotros mismos y así terminábamos la fiesta jugando horas de tuka’é y polibandi.

Pero la principal diferencia era la educación. ¡No sé en qué momento se puso de moda asaltar la mesa de dulces de la manera en la que se asalta hoy en día! Los niños de hoy parecen refugiados de Rwanda peleándose por recibir las raciones de la ACNUR! Me parece horrenda esta costumbre avasalladora, prepotente y taaan maleducada. ¡Qué pasó con las buenas costumbres! Hay niños que ni bien se empieza a cantar “Que los cumplas…” ya extienden los brazos como para agarrar la mitad de los caramelos que hay en la mesa. ¡Ni bien el cumpleañero sopla las velitas y la mesa se transforma en un verdadero campo de batalla y ya están todos sus invitados, niñearas y algunas madres sobreprotectoras peleándose a moquete limpio por llevarse las golosinas con recipiente y todo! ¡No se puede creeeeeeeer! ¡En otras épocas esto era un papelón equivalente al salir de la fiesta con un centro de mesa a cuestas!
Hoy en día hay que pelearse con los propios hijos para que no copien las costumbres neandertales de sus amiguitos. Hace poco le tuve que hacer devolver el botín de golosinas a Julieta. No le daban las manos para acarrear tantas golosinas y empezó a cargarlas en mi cartera. Ahí en el acto le dije: “Epepe chiquilina! Ahora mismo andá a devolver estos dulces! ¡No podés llevar semejante cantidad, te vas a quedar sin dientes!” Ella por supuesto protestó a los gritos arguyendo que tooooodos los otros niños hacían lo mismo. Incluso el apuntó a uno que salía chocho con un tarro tamaño industrial repleto de caramelos sacados de la mesa. Y yo le dije: “¡Muy mal por él! Seguro que no tiene una mamá que le eduque como vos tenés! ¡Eso es de muy mala educación!”

Qué necesidad hay de pelearse por acaparar todas las golosinas de la fiesta, de lanzarse sobre los dulces como si nunca hubieran visto un caramelo en su vida! ¡Muchos niños regresan a sus casas con tantos caramelos como para hacer una fiesta de cumpleaños de nuestra época! Antes nuestras madres nos enseñaban a compartir, a ser respetuosos y sobre todo a no abusar. ¡No hay porqué ser abusivos! Por lo general los niños más grandes le dejan a los más chiquitos sin golosinas, sin un ápice de remordimiento y ninguna amonestación por parte de sus progenitores.

La sencillez era la norma, todo se preparaba en casa, sin grandes pretensiones ni mucho burumbumbúm. A pesar de que nuestros cumples no eran temáticos, no contaban con decoración profesional, globos locos, animadores, ni servicio de catering, puedo dar fe que ningún niño de mi generación se sintió disconforme con su cumple. ¡Fuimos una generación de cumpleañeros felices y muy respetuosos! No volvíamos a la casa con botines abusivos, sino con lo justo y necesario para saborear por un par de horas más la dulzura de las golosinas del cumpleaños.