jueves, 23 de agosto de 2012

Mi boda embarazosa



Como seguramente muchas de ustedes, yo me casé de “a tres”. Como se suele decir, me casé en una situación “embarazosa”. Pero al contrario de lo que podría hacer suponer el término, no me sentí en embarazo por la situación. No fui una novia que intentó ocultar su panza con el popular vestidito suelto y manteniendo el embarazo callado como secreto de estado, acelerando los preparativos de la boda al máximo para que la panza no se note. Yo me casé con una súper híper mega panza imposible de tapar ni aunque me hubiese casado con vestido carpa tipo María Marta Serra Lima! Tenía siete meses y como ya les conté hace tiempo, nunca llevé bien los embarazos, por lo que a los siete meses ya tenía dos troncos de sequoyas como piernas y los labios más hinchados que la Suller. 

Obviamente en otras épocas mi actitud hubiera sido considerada descarada y hubiera sido el bocadillo de todos las chismosas tekoreís de la capital. Pero ya en mi época había mucha más aceptación hacia este tipo de casos. Los tiempos eran ya otros. Por ejemplo, mi madre tiene amigas que de jovencitas se casaron de a tres y hasta hoy en día lo niegan a muerte. Pero si uno hace los cálculos sus hijos deberían haber nacido sietemecinos. Para mi época ya no había mucho sentido en ocultar un embarazo en el altar. Yo no lo hice y no estoy nada avergonzada al respecto. Paseé mi panza horondamente por el altar, como si se tratara de una medalla, de algo de lo cual me podía sentir orgullosa y feliz. Y díganme si no es así. Un embarazo, a pesar de todos los achaques, es una celebración a la vida, es algo bello, importante, algo que se luce con orgullo y bajo ningún motivo, algo para ocultar y menos en una iglesia.  Acaso no decía Jesús “Traed a los niños a mí” y ahí se lo llevé FELIZ!

Mis amigas me tentaban diciéndome que tenía que borrarme con photoshop la panza de las fotos para algún día tener “autoridad moral” sobre mis hijas. Pero todo siempre dicho con tono de broma. Pero por supuesto no habrá faltado la vieja escandalizada al respecto, o la criticona consagrada lista para acotar que no era una novia “fresca”. De seguro no me habrán ponderado mucho el vestido, o lo linda que estaba (con siete meses de embarazo es muy difícil ser buena percha y lucir fantástica). Pero nadie podrá decir que no lucía radiante. ¡Mi panza y yo éramos unos soles!

Mi tía Marilú, que es una de las mujeres más inteligentes que conozco, una vez me dijo: “no existe ninguna palabra tan inapropiada como la palabra “embarazo”. Que espanto referirse a algo tan lindo con una palabra que es sinónimo de vergüenza” Nunca había pensado al respecto y al reflexionar me di cuenta que era totalmente cierto. Cuando algo nos da vergüenza decimos que nos sentimos “en embarazo”. También llamamos embarazosas a aquellas situaciones un poco bochornosas. Desde entonces procuro usar otros términos para referirme a la gestación. Como alternativas procuro decir que fulanita “está esperando un hijo” o “está en estado”. Aunque el término está tan instalado en nuestro léxico que es difícil omitirlo por completo. Sale siempre que puede de mi boca como un accidente recurrente. ¡Pero ahora soy consciente de que el término es total y absolutamente inapropiado, tanto como tener vergüenza de admitir que una se casó embarazada!

¡SORPRESOTA!



En mi época las sorpresitas hacían honor a su nombre, eran bien “itas”, lo justo y necesario para llevar un poco de la alegría del cumple de regreso a casa. Pero hoy en día lo de “itas” está en desproporción con lo que los niños traen a casa: ¡más juguetes que el cumpleañero y toda la mesa de caramelos!

¡Cómo han cambiado los cumpleaños infantiles! Sin lugar a dudas ya no son los de antes. Aaantes la deco consistía en unos cuantos globos inflados por pulmón por todos los miembros de la casa (hasta el gato), bonetes de cartón, una piñata con más harina que golosinas y unas cuantas figuritas de isopor o cartulina de fabricación casera. Contratar a una decoradora para un cumple infantil era tan extravagante como contratar a Julio Iglesias para que cante “Que los cumpla”. ¡Se llamaba a las tías y basta! 

¿Catering? WTF! ¡Tenías que agradecer si servían sandwichitos de jamón y queso! Lo más probable era tener que conformarse con 10 kilos de pororó, caramelo soft y las galletitas surtidas de Terrabusi. La torta era tan casera como la deco. Si la madre era una nulidad en la cocina, máximo delegaba la tarea a una tía más ducha en la materia. La animación generalmente se delegaba a alguna tía divertida que organizaba juegos entre los niños, tampoco nada muy original: básicamente gallinita ciega, huevo podrido, sillas musicales y poner la cola al burro. Del resto de los juegos nos encargábamos nosotros mismos y así terminábamos la fiesta jugando horas de tuka’é y polibandi.

Pero la principal diferencia era la educación. ¡No sé en qué momento se puso de moda asaltar la mesa de dulces de la manera en la que se asalta hoy en día! Los niños de hoy parecen refugiados de Rwanda peleándose por recibir las raciones de la ACNUR! Me parece horrenda esta costumbre avasalladora, prepotente y taaan maleducada. ¡Qué pasó con las buenas costumbres! Hay niños que ni bien se empieza a cantar “Que los cumplas…” ya extienden los brazos como para agarrar la mitad de los caramelos que hay en la mesa. ¡Ni bien el cumpleañero sopla las velitas y la mesa se transforma en un verdadero campo de batalla y ya están todos sus invitados, niñearas y algunas madres sobreprotectoras peleándose a moquete limpio por llevarse las golosinas con recipiente y todo! ¡No se puede creeeeeeeer! ¡En otras épocas esto era un papelón equivalente al salir de la fiesta con un centro de mesa a cuestas!
Hoy en día hay que pelearse con los propios hijos para que no copien las costumbres neandertales de sus amiguitos. Hace poco le tuve que hacer devolver el botín de golosinas a Julieta. No le daban las manos para acarrear tantas golosinas y empezó a cargarlas en mi cartera. Ahí en el acto le dije: “Epepe chiquilina! Ahora mismo andá a devolver estos dulces! ¡No podés llevar semejante cantidad, te vas a quedar sin dientes!” Ella por supuesto protestó a los gritos arguyendo que tooooodos los otros niños hacían lo mismo. Incluso el apuntó a uno que salía chocho con un tarro tamaño industrial repleto de caramelos sacados de la mesa. Y yo le dije: “¡Muy mal por él! Seguro que no tiene una mamá que le eduque como vos tenés! ¡Eso es de muy mala educación!”

Qué necesidad hay de pelearse por acaparar todas las golosinas de la fiesta, de lanzarse sobre los dulces como si nunca hubieran visto un caramelo en su vida! ¡Muchos niños regresan a sus casas con tantos caramelos como para hacer una fiesta de cumpleaños de nuestra época! Antes nuestras madres nos enseñaban a compartir, a ser respetuosos y sobre todo a no abusar. ¡No hay porqué ser abusivos! Por lo general los niños más grandes le dejan a los más chiquitos sin golosinas, sin un ápice de remordimiento y ninguna amonestación por parte de sus progenitores.

La sencillez era la norma, todo se preparaba en casa, sin grandes pretensiones ni mucho burumbumbúm. A pesar de que nuestros cumples no eran temáticos, no contaban con decoración profesional, globos locos, animadores, ni servicio de catering, puedo dar fe que ningún niño de mi generación se sintió disconforme con su cumple. ¡Fuimos una generación de cumpleañeros felices y muy respetuosos! No volvíamos a la casa con botines abusivos, sino con lo justo y necesario para saborear por un par de horas más la dulzura de las golosinas del cumpleaños.