lunes, 10 de marzo de 2014

GUÁCALA



Porqué será que los niños sienten tanta repulsión hacia las verduras. De bebés no son tan exquisitos. Les podés hacer un puré de espinaca con barro y lo van a comer feliiices. Pero ni bien crecen un poquitito se les da por negarse a comer ciertos alimentos que antes comían chochos. De repente les deja de gustar la lechuga, la leche (a pesar de que tomaron liiiitros), el tomate, o clásicos alimentos guácala como la zanahoria, la espinaca, la remolacha o el hígado. A veces hasta se niegan a ingerir cierto tipo de platos. De la nada decretan que no les gusta la ensalada en general sin importar sus ingredientes y que odian la sopa a lo Mafalda. 

Por lo general el odio se manifiesta hacia los alimentos más saludables. Aún no me he topetado con algún niño que odie las gaseosas o las golosinas ni menos aún la comida chatarra. Eso nunca es guácala, por más de que hacemos todo lo posible por que odien la gaseosa, los chicles y las cadenas de comida rápida, ellos los ven como manjares sumamente apetecibles. 

Cuando yo era chica era prácticamente un pecado negarse a comer algo. Toda negativa constituía un desafío a la autoridad materna que se remediaba dejándome horas sentada frente a mi plato sin poder levantarme de la mesa hasta que lo termine. Y como éramos niños muy obedientes no nos movíamos de la mesa hasta que nos dieran permiso para hacerlo. Aún así nos las ingeniábamos para zafar de comer ciertos platos. Yo me tuve que convertir forzosamente en toda una profesional de la evasión de las comidas guácalas ya que mi mamá tuvo una fase macrobiótica durante mi infancia y no les puedo empezar a explicar los platos horrendos con los que tuve que lidiar. Desde el jugo de perejil hasta la sopa de remolacha, pasando por las milanesas de carne de soja que parecían suelas de zapato y las semillas de girasol en la leche… Era una pesadilla para un niño, un mundo privado de golosinas, gaseosas y comida chatarra, donde decir HAMBURGUESA era un pecado capital. 

Desde el desayuno hasta la cena nos tocaba tener que lidiar con alimentos guacalisimos, por lo que perfeccionamos el arte de esparcir la comida en el plato, alimentar a escondidas a nuestras mascotas, hacer pasar la comida con jugo para masticarla lo menos posible y ni bien no hubiera moros en la costa hacer desaparecer la comida en algún basurero o inodoro. Me las sé todas, por lo que mis hijas difícilmente logren engañarme con artimañas. Pero lastimosamente como las comprendo soy muy permisiva pues sé que no hay peor cosa en el planeta que te obliguen a comer algo que no te guste. 

En mi caso en particular, la dieta estricta de mi infancia en un principio me hizo odiar las verduras y como vivíamos en el Auschwitz cada vez que íbamos a un cumpleaños nos abalanzábamos a la mesa de dulce y nos empachábamos de empanaditas de carne, caramelos y torta y gaseosa. Pero también debo admitir que a la larga me hizo bien ya que hoy en día como todas las frutas y verduras sin drama, salvo una con la que nunca he logrado entablar amistad: la remolacha. 

Creo que como madres tenemos que esforzarnos para que nuestros hijos coman lo más sano posible. Es difícil hacerlo hoy en día, pues hasta las verduras están repletas de agroquímicos y resulta más fácil ponerle un paquete de papas fritas en la mochila que hacerles un buen sándwich para su merienda. Muchas nos cansammos de mandarles frutas y que regresen intactas cada día. Pero hay que perseverar y si, también hay que ser estrictos. Por más de que nos identifiquemos y sepamos que tienen derecho a sus propios gustos, e insistir que ¡por más guácala que sea les va a hacer bien!