En mi época las sorpresitas
hacían honor a su nombre, eran bien “itas”, lo justo y necesario para llevar un
poco de la alegría del cumple de regreso a casa. Pero hoy en día lo de “itas”
está en desproporción con lo que los niños traen a casa: ¡más juguetes que el
cumpleañero y toda la mesa de caramelos!
¿Catering? WTF! ¡Tenías que
agradecer si servían sandwichitos de jamón y queso! Lo más probable era tener
que conformarse con 10 kilos de pororó, caramelo soft y las galletitas surtidas
de Terrabusi. La torta era tan casera como la deco. Si la madre era una nulidad
en la cocina, máximo delegaba la tarea a una tía más ducha en la materia. La
animación generalmente se delegaba a alguna tía divertida que organizaba juegos
entre los niños, tampoco nada muy original: básicamente gallinita ciega, huevo
podrido, sillas musicales y poner la cola al burro. Del resto de los juegos nos
encargábamos nosotros mismos y así terminábamos la fiesta jugando horas de
tuka’é y polibandi.
Pero la principal diferencia era la
educación. ¡No sé en qué momento se puso de moda asaltar la mesa de dulces de
la manera en la que se asalta hoy en día! Los niños de hoy parecen refugiados
de Rwanda peleándose por recibir las raciones de la ACNUR! Me parece horrenda
esta costumbre avasalladora, prepotente y taaan maleducada. ¡Qué pasó con las
buenas costumbres! Hay niños que ni bien se empieza a cantar “Que los cumplas…”
ya extienden los brazos como para agarrar la mitad de los caramelos que hay en
la mesa. ¡Ni bien el cumpleañero sopla las velitas y la mesa se transforma en
un verdadero campo de batalla y ya están todos sus invitados, niñearas y
algunas madres sobreprotectoras peleándose a moquete limpio por llevarse las
golosinas con recipiente y todo! ¡No se puede creeeeeeeer! ¡En otras épocas
esto era un papelón equivalente al salir de la fiesta con un centro de mesa a
cuestas!
Hoy en día hay que pelearse con
los propios hijos para que no copien las costumbres neandertales de sus
amiguitos. Hace poco le tuve que hacer devolver el botín de golosinas a
Julieta. No le daban las manos para acarrear tantas golosinas y empezó a
cargarlas en mi cartera. Ahí en el acto le dije: “Epepe chiquilina! Ahora mismo
andá a devolver estos dulces! ¡No podés llevar semejante cantidad, te vas a
quedar sin dientes!” Ella por supuesto protestó a los gritos arguyendo que
tooooodos los otros niños hacían lo mismo. Incluso el apuntó a uno que salía
chocho con un tarro tamaño industrial repleto de caramelos sacados de la mesa.
Y yo le dije: “¡Muy mal por él! Seguro que no tiene una mamá que le eduque como
vos tenés! ¡Eso es de muy mala educación!”
Qué necesidad hay de pelearse por
acaparar todas las golosinas de la fiesta, de lanzarse sobre los dulces como si
nunca hubieran visto un caramelo en su vida! ¡Muchos niños regresan a sus casas
con tantos caramelos como para hacer una fiesta de cumpleaños de nuestra época!
Antes nuestras madres nos enseñaban a compartir, a ser respetuosos y sobre todo
a no abusar. ¡No hay porqué ser abusivos! Por lo general los niños más grandes
le dejan a los más chiquitos sin golosinas, sin un ápice de remordimiento y
ninguna amonestación por parte de sus progenitores.
La sencillez era la norma, todo
se preparaba en casa, sin grandes pretensiones ni mucho burumbumbúm. A pesar de
que nuestros cumples no eran temáticos, no contaban con decoración profesional,
globos locos, animadores, ni servicio de catering, puedo dar fe que ningún niño
de mi generación se sintió disconforme con su cumple. ¡Fuimos una generación de
cumpleañeros felices y muy respetuosos! No volvíamos a la casa con botines
abusivos, sino con lo justo y necesario para saborear por un par de horas más
la dulzura de las golosinas del cumpleaños.
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