Cuando pensamos en el circo, la
cabeza se nos llena de magia mientras imaginamos una enorme carpa y un
espectáculo absolutamente maravilloso. Por supuesto nos imaginamos mentalmente
el show imponente de algún circo de nombre rimbombante. Yo creía –
erróneamente- que el estado de asombro que despierta el circo en los niños
estaba directamente asociado a la calidad del espectáculo. ¡Hasta que me di
cuenta que para un niño, el cirquito de barrio de un par de payasos puede ser
tan impactante como el espectáculo más maravilloso del Cirque du Soleil!
Mi experiencia cirquera sui
generis se dio hace un par de años, cuando girando con la flia un domingo
cualquiera dimos a parar con un tolderío de mala muerte instalado al lado de
una capilla de barrio, que se hacía llamar “circo”. Eduardo y yo nos miramos, y
ante el aburrimiento generalizado de las nenas y nuestro, decidimos que era una
opción tan válida como cualquiera para salir del sopor post almuerzo de
domingo.
Así los cinco decidimos entrar a
aquella carpita sucia y llena de agujeros. Eduardo y yo nos encontrábamos algo
escépticos ante la calidad del show que íbamos a presenciar. Las nenas sin
embargo, desde el momento en que pusieron un pie dentro de la carpa ya se
encontraban saltando ante la expectación. Tomamos asiento y hace su entrada el
presentador (que resultó que también era el traga sable, el malabarista,
domador de perros y el equilibrista del show). A todo pulmón, como si estuviera
anunciando al mismísimo rey de España exclamó: “Y ahoooraaaa, el fabulooooso Winston
rey de la cuerda floja y domadoooooor de las altuuuuuuras, quien hará su show
(redoble de tambores de fondo) SIIIIIN red de seguridad.” Sale el presentador y
5 minutos después vuelve a entrar pero ahora vistiendo un enterizo de lycra
ajustadísimo y lleno de purpurina. La “cuerda floja” resultó ser una vara de
metal que medía como 20 cms de ancho y como ésta no estaba ni a 1 metro y medio
del piso, la red de seguridad resultaba un despropósito.
Eduardo y yo empezamos a reír
ante lo absurdo de este show. Pero la actitud del equilibrista nos hizo callar.
El hombre caminaba sobre la barra como si se tratara de una cuerda floja
colgando entre dos edificios de mil pies de altura. Hasta simulaba perder el
equilibrio para aumentar el suspenso en los niños. Caminaba por esa vara, como
si su vida colgara de un hilo y por supuesto los niños estaban muertos de
ansiedad maravillados ante su proeza.
Luego anuncian a la “bellísima y
maravillosa Daisy de las Alturas”. Daisy, resultó ser, ante mi más puro
asombro, UN TRABA. ¡Si, un travesti en un show infantil! Pero de esos que no
disimulan luego su género. Me largué a reir ante lo cómico de esta situación,
pero Daisy me hizo callar nuevamente. Taaaan glamorosa era Daisy, que hacía un
show tratando de caber a duras penas en un aro que colgaba del toldo. Sus
hombros anchos y cuerpo voluminoso le hacían un poco difícil la tarea de
manejarse dentro del aro; pero toda su actitud, sus miradas al horizonte
poseedoras de la gracia de una prima ballerina del Bolshoi, hacía que pareciera
más que un travesti de 2 metros 10, un delicado canario posándose delicadamente
en su aro. Por supuesto que para mis nenas Daisy era más femenina que su
mismísima madre y jamás se les cruzó por la cabeza la idea de que no fuera una
mujer. ¡Para ellas Daisy era una princesa!
Luego volvió el fabuloso Winston,
ahora convertido en malabarista. El pobre era más descoordinado que un
maraquero con parkinson. Se le caían todos los objetos que lanzaba al aire, y
él mismo se tropezaba cada vez que intentaba recogerlos. Un desastre. Pero aún
así las nenas estaban muertas de risa y felices con el show.
Luego, Fernanda empezó a preguntarme
cuando iba a salir el efelante. Pobrecita la enana esperaba leones y osos
bailarines. En su mente de niña cabía un elefante y mucho más en aquel toldito
de morondanga. Los animales resultaron igual de encantadores para ellas. ¡Tres
caniches bailarines que hacían más trucos que toda la troupe humana del circo!
Hasta se pusieron a jugar futbol ante el asombro y el deleite de los chicos.
Luego viene el animal más grande
del circo: el pony. Que había sido que hacía el papel de fiera por lo arisco.
Los payasos le invitaron a un gordito del público a montarlo y de repente el
pony se cabrea y se larga contra el público. Nosotros salimos corriendo del
paso del pony arisco y la cara de susto del gordito que se sostenía a duras
penas sobre su lomo aún me hace descostillarme de risa. ¡El cirquito de barrio
resultó tener hasta espectáculos de acción!
Tras unos shows de magia e
innumerables sketches de payasos vino el broche de oro: BARNIE. ¡Si, a falta de
elefantes, el Gran Circo del Barrio tenía al mismísimo Barnie como integrante
del elenco. Las nenas, que por entonces eran chiquitas CASI se desmayan de la
emoción. Lo presentaron luego como si venía el mismísimo Barnie, recién salido
del aparato de TV como por arte de magia. El disfraz era la cosa más burda y lamentable
de todo el show. Pero las nenas se creyeron ante el mismo Barnie de la tele y
no podían salir de su asombro. Creo que Fernanda hasta soltó unas lagrimitas de
emoción.
Moraleja de la historia: me
gustaría tener la misma inocencia de mis hijas y maravillarme como ellas se
maravillaron con tan poco. ¡Qué lindo es dejarse envolver por la magia del
circo, aunque sólo sea la de un circo de barrio, chiquito pero presto para
llenar de alegría al corazón expectante de los niños!
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