martes, 3 de julio de 2012

A LA VEJEZ VIRUELA



El apelativo “padres jóvenes” parece estar compuesto por dos palabras contradictorias. Es muuuuy difícil ser padre y sentirse joven. El hecho de ser padre luego ya hace a uno madurar, cambiar de manera de pensar, volverse más serio y responsable, dejando atrás todas las locuras de la juventud. Con esta nueva adquirida responsabilidad y sentido del deber, resulta casi imposible no sentirse también un poquito viejos. 

Hasta la guarde y los primeros años del cole aún puede llegar a sobrevivir alguna leve sensación de juventud.  Pero esta ilusión empieza a desaparecer a medida que nos damos cuenta que los cuarenta están más cercanos que los treinta. No nos sentimos ni nos vemos viejos pero nuestro chip ya no funciona como a los veinte.

Llegué a la conclusión que ser madre envejece. Al ser madre, inevitablemente nos amatronamos ya sea de pinta o de espíritu.  No soy muy ducha en latín pero estoy segura que si analizamos etimológicamente el término “amatronarse”, en algún lugar nos va a aparecer la palabra mater, y con esto ya está todo dicho. Por más que luchemos con todas nuestras fuerzas, el sentirse vieja llega tarde o temprano.  Podemos intentar espantarla por todos los medios posibles, pero la vejez no tarda en instalarse. No es que seamos técnicamente viejas, ni lo aparentemos (al menos eso creemos) pero es como que algo adentro nuestro hace click de otra manera y ya dejamos de considerarnos parte de “la juventud”.
Por supuesto nuestros hijos ayudan de sobremanera a instalar el sentimiento de vejez en nuestro espíritu. Mis hijas luego me miran como si fuese un dinosaurio. Cuando me preguntan cuantos años tengo y les contesto “treinta y cinco”, abren graaande sus ojos como si se tratara de una cifra inconmensurable y luego no tardan en agregar: “¡híjole!” para enfatizar aún MÁS su asombro ante lo vieja que había sido era su madre. Es que a sus ojos, nosotros somos ancianos. Julieta una vez se largó a llorar desconsoladamente una noche antes de dormir. Cuando fui a consolarla y le pregunté por qué lloraba me contestó: “ Es que vos ya sos viejita mami y te vas a morir, y yo no quiero que te mueraaaaas….Guaaaaa!” PLOP! Qué más puedo agregar, ¡estuve a punto de largarme a llorar con ella!

Pero en realidad el primer incidente que me hizo percatar de que ya no era tan joven como me imaginaba fue el más cómico. Fue cuando Fernanda tenía 5 añitos. Estaba viendo la tele y yo estaba controlando mi correo en la compu y al salir un comercial de una crema anti arrugas, la enana me dice: “mirá mami. ¡Comprá para tus ayuguitas!”  Si mi hija de 5 años me estaba recomendando una crema anti arrugas a los treinta y pico, ¡algo no estaba del todo bien en mi cara!

El último encuentro del tercer tipo con el fantasma de la vejez, justo se dio hace unos días en el  acto del cole por el día de la madre. Como había 954,858 niños sobre el escenario no había forma humanamente posible de identificar a mi Paulina. Intenté buscarla pero mi vista me fallaba. Hasta traté de ubicarla con el zoom de la cámara fotográfica, pero ni con eso. ¡Tuve que pedirle prestado el anteojo a la mamá de al lado para ubicarle! Yo que siempre había tenido una vista de lince, estaba más ciega que una tapia y ni con el anteojo de mi amiga pude ubicarle. La miopía se había aliado con la torpeza y lentitud que vienen con los años y tengo que admitir que en los 10 minutos que duró el acto, ¡no pude ubicarle a mi hija ni con anteojo prestado, zoom de cámara al máximo y tooooda la buena voluntad del mundo! 

¡De qué te sirve estar regia si terminás pidiéndole prestada a tu amiga el anteojo para poder ubicarle a tu hija en el acto escolar y ni con eso logras cumplir el objetivo! Como bien me dijo mi amiga cuando le devolví los anteojos: “¡Querida, este es un maaaal síntoma! ¡Estamos reee viejas!”