martes, 9 de julio de 2013

EL RATÓN PÉREZ




El ratoncito de los dientes es sin lugar a dudas una de las tradiciones más bizarras que me pueda imaginar. A quién se le habrá ocurrido esto de intercambiar los dientes de leche de los niños con moneditas traídas por un mágico ratoncito en el medio de la noche. A pesar de lo absurdo e ilógico de todo esto - y debo confesar que además me resulta hasta un poquito macabro- todos los padres tratamos de mantener viva esta tradición el más largo tiempo posible. Dejar de hacerlo resulta tan cruel como contarle a un niño que Papá Noel no existe. 

Pero tarde o temprano nuestros hijos terminan por avivarse y nosotras nos quedamos con una colección de dientes de leche que no sabemos qué hacer con ellos. Hay quienes hacen dejecitos con ellos (cosa que me parece aún más macabra que la misma idea del ratoncito de los dientes) y otros (entre los cuales me incluyo) simplemente nos resignamos a guardarlos sin tener bien en claro por qué nos resistimos a tirarlos a la basura.

Yo soy una persona súper olvidadiza. Y acordarme de los benditos dientes de leche de mis hijas bajo la almohada siempre ha sido para mí una especie de desafío maternal. ¡No les puedo contar la cantidad de veces que me olvidé de sacarles el diente y dejarle las moneditas! ¡Y como tuve que recurrir mil veces a mi ingenio guaraní para zafar de la situación sin que mis nenas dejen de creer en el ratoncito!

Cada vez que a la mañana mis hijas lanzaban un alarido infantil acompañado de un llanterío yo me golpeaba la frente mientras se me caía la ficha de que OOOOTRA vez me había olvidado de dejar la plata. Luego tenía que consolar a la infante en cuestión que con carita de indignada y con su boquita desdentada me decía: “guaaaaaaa, viste mami que el ratoncito no existeeeee” o “guaaaaaa, el ratoncito de los dientes se olvidoooo de miiiiiii”. 

Por supuesto antes de acudir al rescate yo ya tenía escondido un billetito o unas moneditas entre mis dedos cual presta prestidigitadora. Y mientras decía que probablemente no habían buscado bien, colocaba la platita ágilmente al mismo tiempo que hacía desaparecer el diente olvidado. Y le decía: “viste que si te trajo. ¡Ahí está tu platita! Y si me decían desafiantes: “cómo si recién yo vi que el diente seguía ahí en mi cama”. Yo rápidamente les contestaba que probablemente tuvieron una pesadilla o que lo que pensaron que era un diente era sólo una pelusita. 

Una vez Paulina me puso más en aprieto que de costumbre ya que no sólo estaba llorando a moco tendido sino que además tenía el diente agarrado muy firmemente en su manito. Ya no había ninguna posibilidad de hacer desaparecer al diente por lo que tuve que recurrir a alguno de mis cuentos chinos diciéndole que seguro el ratoncito tuvo dengue y no tuvo fuerza para alzarle la cabeza de la almohada y que por eso no había podido retirar el diente. 

Otra vez fue Fernanda quien me puso en aprietos. No sólo me había olvidado por completo de dejarle el dinerito…. No tenía nada ni un guaraní conmigo, ni siquiera una moneda de mil’í y estaba más que segura que estas malditas lauchas no aceptaban ni VISA ni MASTERCARD. Nuevamente tuve que recurrir a mi repertorio de excusas ratonísticas y le dije que seguro que el ratoncito no había encontrado el diente y que por eso no lo había llevado. 

Pero el caso más gracioso sin lugar a dudas fue el de Julieta. Se había movido tanto en la noche que el diente había desaparecido. Y por supuesto yo juuusto me había olvidado de dejarle la platita bajo la almohada. Julieta estaba indignada. El ratoncito descarado le había YOBADO su diente de leche sin dejarle ninguna monedita a cambio.  Por suerte se me ocurrió decirle que seguro se había movido tanto que la plata se había caído y levanté teatralmente el colchón de su cama y como por arte de magia apareció el billete (que 5 segundos antes yo había puesto disimuladamente bajo el colchón mientras me hacía que buscaba entre las sábanas). Ta-raaaan!

¡Nuestros hijos no tienen idea de lo ingeniosas que tenemos que ser las madres para remendar nuestros desboles sin herirles el corazón! ¡A la pinta, nosotras también nos merecemos que alguien venga en el medio de la noche un ratoncito a dejarnos unas moneditas como premio por nuestra capacidad de improvisación!

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