miércoles, 21 de abril de 2010

La Plaza de mi Barrio

De niña recuerdo como me divertía jugando en la plaza con mi hermano. Ir a la plaza por la tarde era una institución. Era el punto de encuentro obligado para encontrarnos con todos nuestros amiguitos del barrio. No era la plaza más linda del mundo, pero tenía un parquecito pequeño y una canchita de futbol, que ya eran más que suficientes para entretenernos por horas. Estaba cubierta de frondosos árboles, cuyas ramas observaba mientras me hamacaba con ansias de tocar el cielo. Siempre encontrábamos ramas y vainas de chivato con las cuales jugar a los espadachines y nunca faltaban los partidos de fútbol y los juegos de polibandi. Si por algún motivo faltaba algún miembro de nuestra pandilla, nos íbamos todos en bici a buscarlo para desafiarlo a un partido o una divertida expedición para explorar el barrio. A veces salíamos de siesta y las calles desiertas eran nuestras.


En nuestras expediciones nos adueñábamos de plazas y baldíos par convertirlos en el escenario de nuestras aventuras. No teníamos juguetes caros, nos bastaba una sencilla pelota y nuestras bicis que era nuestra posesión más preciosa, el resto lo suplía nuestra imaginación. A veces lanzábamos cohetes al espacio, otras veces buscábamos tesoros preciosos y otras tantas nos convertíamos en temerarios piratas. Siempre había algún proyecto divertido y fantástico que emprender: construir una casa en un árbol, encontrar a los dueños del cachorrito que encontramos deambulando por las calles, o hacer un zoológico de sapos.


Por supuesto no escatimábamos a la hora de hacer travesuras. Trepábamos a los árboles más altos y nos entreteníamos atormentando a los vecinos jugando ring raje. En carnaval nos convertíamos en el terror del barrio cuando escondidos detrás de murallas y arbustos lanzábamos globitos de agua a cuanto ser o máquina se cruzara en nuestro camino. Cuando nos pasábamos de la raya teníamos que salir a pedir disculpas a nuestros vecinos. Si nos peleábamos no venían nuestros padres a solucionar el asunto, teníamos que resolverlo por nuestra cuenta y lo hacíamos. La máxima desgracia que nos podía pasar era una caída que significaba solo un raspón en las rodillas y unas cuantas lágrimas por el orgullo herido.


Lo increíble de todo esto es que jugábamos solos, con total libertad, sin tener que tener a ningún adulto cuidándonos. Nos bastaba con pedir permiso y respetar los límites que nos ponían nuestros padres. Por supuesto que había una edad para ello, a los más chiquitos por razones obvias no se les dejaba andar solos por ahí, pero no por miedo a que otros los raptaran, manosearan o asaltaran sino para que no se pierda o se lastime por su inexperiencia. A partir de los 7 u 8 años, los padres nos adjudicaban el juicio suficiente como para manejarnos por nuestra cuenta por el barrio. Siempre estaban las advertencias de no pasar el límite territorial que teníamos fijado, no hacer demasiado ruido en la siesta, prestar atención con los autos y no jugar a la pelota en la calle.


Todo esto se perdió. Nuestros hijos no saben lo que es salir solos a jugar a la plaza. Ahora es imposible ver a niños jugando sin un ejército de empleadas, niñeras, abuelas y hasta guardaespaldas cuidándolos. Los niños ya no juegan en las calles y muchas veces ni conocen a sus vecinitos del barrio. Nuestros hijos viven encerrados por la inseguridad de nuestras calles y el descuido de nuestras plazas.

No hay comentarios: